El autor, Juan C. Martín Ramos divisa Lisboa. |
Con motivo da súa
primeira visita a Lisboa, Versos e aloumiños pediu ao
magnífico poeta e amigo deste blog-revista, Juan Carlos Martín Ramos, que puxese por escrito algunhas das
vivencias e emocións que a súa estadía na “cidade da luz” lle provocaron.
Coa súa mestría escribindo, co seu amor
pola literatura, pola súa enorme capacidade de evocación e polo afecto que nos
vencella, Juan Carlos escribiu este fermoso texto que podedes ler deseguido.
Un texto fermosísimo que nos introduce con
agarimo nunha cidade ateigada de recunchos, de sorpresas, de beleza e de
misterios.
Un texto que nos fai querer moito máis, se
cadra, a Lisboa.
Grazas, mestre.
LISBOA, UN VIAJE ESCRITO EN EL ROSTRO
“Me gustaba
mucho leer el viaje en el rostro de los demás”
A.
T.
1
Antonio Tabucchi |
El
escritor italiano Antonio Tabucchi,
en su libro “Viajes y otros viajes”, hablando de quienes van de excursión a
algún lugar de interés artístico, histórico o natural situado a pocos cientos
de kilómetros de su habitual población de residencia, dice lo siguiente: Más de una vez he ido a esperar el
autobús que volvía de algún sitio, fingiendo que esperaba a alguien aunque no
esperara a nadie, para observar a las personas que bajaban. En sus rostros
había asombro, exaltación, cansancio (…): se nota que han ido realmente de
viaje. Y añade: En cambio, y por el contrario, he tenido
ocasión de observar a ciertas parejas jóvenes, de hoy en día, que acaso no han
visto nunca los Uffizi o el Coliseo pero que cuando se casan se van de luna de
miel a las Seychelles o a las islas Comoras. Cuando regresan, en sus rostros no
hay nada escrito. (…) Lo único que se aprecia es que están muy morenos. Idéntico
resultado podrían haberlo obtenido quedándose sentados en el patio de su casa o
en la terraza.
Quiero aclarar, antes de nada, que nunca
he estado en las Comoras ni en ninguna de las ciento quince islas Seychelles. Y
puedo afirmar sin morderme la lengua que
no tengo un especial interés en ir hasta allí. Pero debo confesar que,
al escribir esta pequeña crónica, el comentario de Tabucchi me provoca un
perturbador sonrojo, porque no encuentro ningún argumento plausible para
explicar el hecho de que ésta haya sido, a mis
años, la primera vez que voy a Lisboa. De pronto he sido consciente de
que no haber estado nunca en Lisboa era una circunstancia incomprensible en mi
biografía, como también lo es en la de cualquier persona -española, por
ejemplo- que viva a tan sólo unos cientos de kilómetros de una ciudad tan
fascinante.
Nada más llegar a Lisboa, me invadió una
profunda y saludable sensación de alivio. No por sentirme como en casa, no
porque me diera seguridad reconocerme en todo aquello que me resultaba familiar
y cercano. Todo lo contrario. Esta gran sensación de alivio, de bienestar
interior, de inesperada reconciliación con la especie humana, era consecuencia
de todo aquello -usos y costumbres en particular- que, a pesar de las
semejanzas aparentes, le confieren a la realidad de Lisboa una dimensión
extraña y lejana en el tiempo y en el espacio.
Paseaba por las calles de Lisboa con ojos
nuevos o, mejor dicho, con una mirada recién estrenada. Me sentía en un estado
de consciente y razonable (permítaseme que utilice ahora una palabra que ya no
viene en el diccionario) felicidad. ¿Me parecía que la vida era más fácil? No
hay que exagerar, pero hasta rebullía dentro de mí un vigoroso impulso de subir
cuestas y más cuestas, y luego bajarlas, y luego subirlas, y luego volver a
bajarlas, y luego volver a subirlas y a bajarlas y a subirlas una y otra y otra
vez, encontrando de paso algún lugar inolvidable que no buscaba o perdiéndome
por el camino tras preguntarle a un guardia por una dirección concreta que
nunca encontré.
Deambulando por Lisboa, fui construyendo a
mi alrededor mi propio laberinto y casi podría asegurar que, en más de una
ocasión, me crucé conmigo mismo y hasta tuve la tentación de saludarme con la
mano. De aquí a ponerle un nombre diferente a mis otros “yos” y a inventarme
vidas y versos paralelos para cada uno de ellos, me faltaron apenas unos
cuantos metros de adoquines portugueses. Ahora lo entiendo. Así cualquiera, don
Fernando.
Tengo además la sospecha de que el poder
benéfico de este hechizo lisboeta, que me permitió ir estrenando a cada paso
novedosas y reconfortantes sensaciones y vivencias, no se activó sólo porque
fuera mi primera vez, sino que sus efectos volverán a reproducirse cada vez que
regrese a Lisboa. Y volveré, claro que volveré, para seguir tocando con la punta de los dedos todo aquello que aquí
ya no existe o nunca existirá, para seguir reconociéndome en el espejo de
quienes pudimos ser y ya nunca seremos, para seguir sintiendo como algo propio
todo aquello que por suerte aún nos diferencia.
2
Con motivo de las 200.000 visitas (cifra,
a estas alturas, ya ampliamente superada) de “Versos e Aloumiños”, las fuerzas
ocultas de este blog me pidieron una breve crónica de mi primer viaje a Lisboa.
Releo lo escrito y soy consciente de que más que la crónica de un viaje es el
relato íntimo de un desahogo. O de un deslumbramiento.
Así que
para que no parezca que mi intención ha sido callarme todo lo que hice en
Lisboa, añadiré que, si alguien tiene alguna duda de que todo lo que he dicho
es cierto, puede comprobarlo personalmente yendo a uno de los lugares a los que
yo fui, en mi caso, siguiendo una pista que encontré en un artículo de Antonio Muñoz Molina. No diré cual.
Se trata
de un pequeño y modesto restaurante de barrio. Tampoco diré su nombre. De
acuerdo, ya lo sé. Dirás, querido lector, querida lectora de este blog, que no
te pongo nada fácil llegar hasta allí, pero déjate llevar, te bastará
encontrarlo y ponerte a la cola. Cuando te hayas sentado a la mesa, ocupando
gozosamente el hueco que te hayan asignado, apenas tendrás que esperar. La
maquinaria invisible de esta experiencia inolvidable se pondrá en marcha por sí
sola. Todo sucederá en este lugar de tal manera que, por más escéptico y
receloso que hayas llegado hasta su puerta, el arco de tu entrecejo se abrirá
en libertad como una sonrisa sobre tu frente ante la certeza de que la realidad
-gracias a las cosas y a las personas que allí forman parte de ella- puede ser
profundamente hermosa.
Y, a modo
de colofón, aportando a esta crónica una prueba más de que yo realmente estuve
en Lisboa y, por tanto, me he sudado mi salario como corresponsal de “Versos
e Aloumiños”, extraeré de mi cuadernillo de viaje este poemita
ocasional donde queda reflejada la esencia de mis andanzas y desandanzas
lisboetas y donde, además, llevo a la práctica uno de mis mayores
descubrimientos en este viaje. Que Lisboa y Pessoa, tomad buena nota, riman entre sí.
LISBOA-PESSOA
¡Ay,
Lisboa, boa, boa!,
sube
y baja por tus calles
el
sombrero de Pessoa.
Rueda
y rueda con el viento
desde
Alfama hasta Belém,
sube
a veces en tranvía
y
otras baja entre los pies.
Desde
el puerto hasta el castillo,
desde
Estrela hasta la Sé,
y
por la Feira da Ladra
fingiendo
ser más de cien.
Ruedan,
vuelan, se entrecruzan,
¡ay,
Lisboa, boa, boa!,
dentro
de tu laberinto,
los
sombreros de Pessoa.
Sí,
Antonio Tabucchi, tú podrías leer en mi rostro, con pelos y señales, la
historia mágica de mi primer viaje a Lisboa.
¡Lisboa,
muito obrigado!