Juan Carlos Martín Ramos, nos xardíns do Pazo "Quiñones de León" en Vigo. |
Un
dos obxectivos de Versos e aloumiños
foi sempre poder contar con textos orixinais. Pouco a pouco imos acadando
resultados neste sentido.
Por iso celebramos a publicación no noso
blog-revista, dun fermoso conto de Juan Carlos Martín Ramos, “El eco que sabía
hablar solo”.
Unha vez máis, a xenerosidade deste gran
poeta únese ao seu talento para que poidamos saborear un texto escrito alá polo
ano 1988? cando, na compaña da marabillosa Lurdes López, facían as delicias de
nenos e maiores co seu teatro de monicreques por diversos lugares de España.
Foi o resultado, coma el mesmo di, dun
impulso, da necesidade de compartir esta historia coas persoas que o rodeaban e
o querían. É a grandeza desta persoa discreta, cun mundo interior ben rico,
capaz de emocionar a través da súa “voz poética” e da palabra literaria sen
diferenza de xéneros.
Un conto sinxelo, ilustrado por el mesmo,
ateigado de humor, identificado co ser humano e dotado, como non!, dun espírito
poético innegable.
Unha vez máis, Versos e aloumiños, pon o
cartel de HONRA, de LUXO, de ENXEÑO, para saudar un texto que nos fará gozar dende a primeira
liña, dende o primeiro debuxo.
Grazas, Juan, por seres como es.
Juan e Lurdes, en Galicia. |
EL ECO QUE SABÍA HABLAR SOLO
Entre las
altas montañas que rodeaban un pequeño pueblo, vivía el eco de esta historia.
Era un eco
de voz potente y bien afinada.
Los
habitantes del pueblo estaban muy orgullosos de él. Desde niños, se
acostumbraban a subir a la montaña más cercana y gritar lo primero que se les
ocurría.
Unos
gritaban: ¡Holaaaaa! Otros gritaban un nombre: ¡Piliiii!...
¡Pepeeeee! Y el maestro del pueblo, que además era poeta, gritaba casi
siempre: ¡Ay de mííííí!
En fin,
podían decir cualquier cosa. Y, dijeran lo que dijeran, el eco siempre lo
repetía.
También el
gallo, después de peinarse la cresta y hacer gárgaras para aclararse la voz,
despertaba al amanecer a todo el pueblo cantando cada día desde allí: ¡Kikirikííííí!
Y el eco, dando saltos de una montaña a otra, repetía inmediatamente: ¡...kirikííííí...
kirikííííí... kirikííííí!
Así estaban
las cosas.
Pero, un
día, una sorprendente noticia alarmó a los habitantes del pueblo: el eco se
había quedado mudo.
Muy
preocupados, uno tras otro subieron hasta la cima de la montaña para gritar.
Para cantar. Para berrear.
Era inútil.
El eco no repetía ni una sola palabra.
Hasta que,
de pronto, una niña de largas trenzas se separó de la muchedumbre y, en vez de
gritar como los demás, preguntó al eco con voz muy triste: ¿Qué te pasa?
¿Por qué te has callado?
Y el eco,
ante el asombro de todos, contestó: ¡Porque estoy harto de repetir siempre
lo que otros me dicen!
Los
habitantes del pueblo se quedaron con la boca abierta, sin saber qué decir. No podían
creerse que el eco supiera hablar solo.
Tras un
largo y profundo silencio, tan sólo pudo escucharse la voz del señor maestro,
que dijo dejándose llevar por su alma de poeta: ¡Ay, pobre eco de mi
corazón!
Con el paso
del tiempo, todo el pueblo se acostumbró a conversar con el eco, a escuchar sus
opiniones, a contarle sus preocupaciones y sus sueños.
Incluso
aquéllos que al principio estaban tristes y desconcertados, porque sabían que
el eco ya nunca volvería a ser el de siempre, acabaron entendiendo sus razones
y se convirtieron en sus amigos inseparables.
Y el eco, de
vez en cuando, aceptaba jugar con ellos a ser el eco de antes. Y si alguien
decía cualquier cosa, ¡Holaaaaa! o ¡Ay de mííííí!, él contestaba
de montaña en montaña, con voz más potente y bien afinada que nunca:
¡¡¡Holaaa... holaaa... holaaa!!!
¡¡¡Ay de tiii...
de tiii... de tiii!!!
Texto e ilustraciones:
Juan Carlos
Martín Ramos
(19... ¿88?)