Unha honra para Versos e aloumiños que unha persoa tan encantadora e dun nivel literario
tan alto poida prender a luz das palabras do noso blog-revista.
Beatriz
Giménez de Ory é unha muller, -licenciada en Filoloxía Hispánica e docente- apaixonada pola literatura. E, sendo
así, non nos estraña ese amor pola poesía e pola LIX en xeral.
É a súa unha poesía intelixente e lúdica, unha mostra de como se
debe escribir para os pequenos dende o agarimo e o respecto. Poesía sen
concesións infantilizantes, melindrosas, baseada no uso eficaz da palabra, na
musicalidade, nos xogos literarios, na rima, na métrica e no optimismo tinguido
de humor.
Dende que lin o seu primeiro poemario, Los versos del niño tonto (III Premio
Internacional Ciudad de Orihuela de poesía para niños) quedei namorado da súa
concepción poética. Pasou a ser unha das miñas poetas preferidas. Alguén a
seguir. E despois, Canciones de Garciniño
(Premio Luna de Aire), Bululú ou Para ser pirata, entre outros.
De aí que fose sempre un desexo que
Beatriz nos deixase a súa luz poética neste espazo que intenta coidar a poesía
sobre todas as cousas. E. por fin, o desexo cumpriuse. Nesta sección, que tanto
coidamos en Versos e aloumiños, podedes ler e gozar da súa palabra, das
súas razóns para escribir, dos seus obxectivos, das súas lembranzas. Un
verdadeiro pracer tela aquí e poder gozar das súas reflexións.
Só nos queda, pois, darlle as grazas e
dicirlle que cada libro novo que sae da súa autoría é unha ledicia fonda para
os que amamos a boa literatura.
Por qué escribo
Beatriz Giménez de Ory
Tuve clarísimo desde pequeña
que la ficción tenía un poder subyugante: veía cómo mis padres y mi hermana
mayor pasaban horas embebidos con un libro en las manos. ¿Qué encontrarían ahí?
Así que aprendí a leer muy pronto, para participar cuanto antes en el misterio.
Casi al mismo tiempo quise
crear con las palabras. Como un niño delante del mar que no se contentara con
mirar su grandeza, o los destellos de luz sobre las olas, sino que quisiera
también bañarse en su frescura, bucear, inventarle sones nuevos.
Mis primeras experiencias
poéticas tuvieron lugar en el patio de
de mi colegio de monjas, donde solo había niñas. Cantábamos para saltar
a la comba (por ejemplo, la terrorífica “Rey, rey, /cuántos años duraré/ soy
pequeña y no lo sé”), o en dos filas enfrentadas (“soy capitán/ de un barco
inglés/ y en cada puerto tengo una mujer”), o en coro, o en parejas, dando palmas (“una vieja-ja /mató un gato-to/ con
la punta-ta del zapato to”. Recuerdo
aquellos juegos infantiles como momentos de puro gozo. Cantábamos las niñas en
una lengua propia, que nos integraba
mágicamente en el club restringido, rítmico, ruidoso, cantarín de la infancia.
Cuando tenía nueve años
murió mi padre. Sus dos grandes pasiones habían sido los animales y los libros. Nos habló con tanto amor de
Colmillo Blanco, de El libro de las
Tierras Vírgenes, de Tom Sawyer,
de sus tebeos de Lassie y de Rintintín,
que aún siguen estando entre mis lecturas favoritas. Sucedieron años de
profunda tristeza. Leer me ayudó muchísimo: cuando mi mundo perdió los
contornos, los libros siguieron teniendo una forma rectangular reconfortante,
y la medida ideal para mis manos. Eran escudos antirrealidad, eran ventanas a
otros universos ordenados, amorosos, felices. Cabían en ellos mis compañeros de
desventuras: Jane Eyre, los niños de Dickens,
las valientes Mujercitas; y también los
de aventuras: la niña Celia, Atreyu y Momo, Huckleberry Finn…
Ilustración de Patricia Valdivia (Los versos del ...) |
Entre los nueve y los doce
años escribí relatos de niños solitarios que se encaramaban a los árboles, y allí el viento les traía
mensajes de sus padres muertos.
En la adolescencia dejé
atrás buena parte de la melancolía: había aventuras verdaderas en las que
embarcarse, amigos de carne y hueso. Mi estancia durante un año en EEUU me
proporcionó un regalo inmenso: una segunda lengua, que me esmeré en hablar
correctamente. Leí en inglés a grandes autores.
De vuelta a España, me
licencié en Filología Hispánica. Aunque leía sobre todo novela, a los dieciocho
años descubrí el Cántico Espiritual
de San Juan de la Cruz. Quedé profundamente conmovida por su belleza y su
hondura, y desde entonces, para mí la mejor poesía es la que se asemeja a la de
San Juan, la que expresa milagrosamente lo inefable, la que “todos mis sentidos
suspendía”, la de Claudio Rodríguez en Don
de la ebriedad, por poner otro ejemplo magistral. Descubrí otros
grandísimos: Lorca, Plath, Blas de Otero, César Vallejo, José Hierro…
Trabajé unos años como
profesora de Inglés, y después obtuve plaza como profesora de Lengua y
Literatura en Secundaria. Gracias a mis alumnos, recuperé lecturas de mi
infancia y adolescencia y descubrí otras nuevas. Mientras tanto, escribía a trompicones relatos, con tanta
autoexigencia, tantos bloqueos, que me
paré a reflexionar: ¿Para qué escribo? Concluí que para recuperar la alegría
que los libros me produjeron en la infancia, así que en aquel momento decidí escribir como lo hacía de niña: sin
prejuicios, por puro placer, sumergiéndome en el mar y en la vida.
Ilustración de Mariona Cabassa para o libro "Bululú" |