Foi o meu amigo Alfredo Gómez Cerdá quen me falou dela
antes ca ninguén. E cando unha persoa coma Alfredo, que ten un gusto exquisito,
recomenda algo ou alguén hai que telo ben en conta.
Coma sempre, acertou. Descubrir a Mónica Rodríguez foi un deses praceres
que a vida che agasalla de cando en vez. Posúe unha escrita limpa, moi
traballada, brillante e as súas historias levan implícito un sentido aberto e
rico da vida.
Mónica Rodríguez naceu en Oviedo en 1969,
estudou ciencias físicas e traballou ata 2009 nun centro de investigación, algo
que se nota nalgunha obra. O seu primeiro libro publicouno en 2003. Diso xa
choveu e hoxe en día é das escritoras máis prestixiosas da LIX española.
Diente
de león foi o primeiro libro que lin dela e, dende o momento que o pechei,
non deixei de ler o que escribe pois me fascina a súa literatura.
Un
trabajo para Magda, La tía Clio y la
máquina de escribir, Manzur o el
ángel que tenía una sola ala, El naranjo que se murió de tristeza, Trumpet,
Alma y la isla ou La partitura, entre outros, son títulos que se deben
coñecer para saborear a beleza da súa prosa.
A listaxe dos premios e das distincións
acadados é inmensa: Premio Alandar, White Ravens, Premio Anaya,Fundación Cuatro Gatos,Leer
es vivir, Ala Delta entre unha chea deles máis.
Ademais, Mónica Rodríguez é unha muller
vital, próxima ao lectorado, agradable e xenerosa. Esta xenerosidadde queda
demostrada nos textos que agasalla a Versos e aloumiños. Dous textos
fermosos que nos axudan a sentir a literatura en su máxima amplitude. Dous
textos intelixentes que nos cativarán sen ninguna dúbida. Un luxo.
Leamos e gocemos da luz das palabras dunha
escritora fundamental no panorama literario en lingua castelá. Unha escritora
tan sutil coma loitadora.
Toda unha honra.
Escribir (al igual
que leer) para mí es una necesidad, una manera de entender el mundo, de hacerme
preguntas, de tratar de ordenar el caos que me rodea, de buscar una explicación
a lo que no puedo explicarme, de ahondar en el ser humano, de reflexionar, de
crear, de recrear. Escribir para mí es un modo de vivir otras vidas. De buscar
belleza en la palabra, de crecer, de sufrir y también, por supuesto, de
disfrutar.
M.R.
Mónica Rodríguez |
EL SALTO
Mónica Rodríguez
Una ventana se abre. Entran la luz y
el viento. Me froto los ojos. No sé si estoy aún soñando cuando me alcanza el
ruido. Es un ruido alegre, tangible. Es la mañana con sus pájaros y el aire
tibio. De pronto, un viento poderoso traspasa la ventana. Campa por el cuarto,
me despierta del todo con su tacto enérgico y entrecierro los ojos. Cuando los
abro la luz me ciega. Tardo en ver la línea de los edificios, la avenida ancha
flanqueada por grandes olmos. Avanzo ligero entre ellos, envuelto en la sombra
de sus hojas. En la palpitación del día. Apenas oigo el sonido de mis zapatos
contra el cemento, como si no acabaran de tocar el suelo del todo. Entonces lo
hago. Me impulso y salto. Un salto vigoroso que parece no terminar nunca. Me
quedo en el aire, enredado en las delicias de lo ingrávido. Caigo tan despacio
que no caigo. No llego a pisar el suelo. Muevo los brazos, como un nadador bajo
el agua y eso hace que me desplace, manteniéndome en el aire. Puedo apreciar la
geometría alegre de las casas bajo esta luz diáfana y transparente, una luz
dorada que cae sobre mis hombros como mojándolos y sigo nadando en el aire.
Unos obreros, desde la ventana del bar me observan. Dan un trago a sus tazas de
café, a los vasos cristalinos, diminutos entre sus toscos dedos, seguramente
repletos de algún licor fuerte, y solo queda de su imagen una mancha azul, la de
sus monos de trabajo, y doy otra brazada. Aún no he alcanzado el suelo y sigo
desplazándome en el aire. Un mirlo sacude sus alas en una rama. Oigo el restregar
de sus plumas y el final del ala, a contraluz, destella un momento, se hace
casi transparente en su negrura y detrás el sol. Redondo, cegador. Un perro se
detiene a mirarme. Se sienta sobre sus patas e hinca sus ojos oscuros y algo
tristes en mí, que aún me mantengo en lo alto, avanzando delicadamente con cada
movimiento circular de los brazos. Mi pecho brinca entre las costillas. Siento
toda la fuerza de mi juventud, toda la dicha de ese niño que hace tan poco
tiempo fui y que ahora permanece aquí, conmigo, en el aire. Porque todo es
posible. El barrendero también me mira mientras doy mi gran salto, pero no deja
de barrer diligentemente y de él solo queda el rasguño de la escoba contra la
acera y el polvo que levanta y reluce como una pequeña constelación. Me
mantengo a flote observando mi sombra contra las baldosas. Al levantar la
vista, veo al niño en la ventana y él me sonríe. Apoya una mano contra el
cristal como si quisiera tendérmela, como si él también hubiera decidido volar.
El cristal se lo impide. Por un momento siento la dicha y la tristeza del niño
al verme volar, su sonrisa ilusionada transformándose en angustia tras la
ventana que no alcanza a abrir. Sigo en el aire avanzando a golpe de brazo,
como si el día fuera un río y yo estuviera sumergido en él, flotando. El
panadero detiene su furgoneta para verme pasar. Unas muchachas se ríen cuando
una de ellas me señala. Me miran con los ojos asombrados, entre incrédulos y
soñadores, y continúan su camino sin dejar de mirarme. Escucho sus pisadas
firmes, apresuradas, sus risas perdiéndose. Noto que voy descendiendo, que mi
salto termina. Me resisto agitando los brazos, haciendo nuevos círculos que
muevan el aire en el que deseo permanecer para siempre, con esta dicha, esta
revelación de la ingravidez del mundo. Y al fin, mis pies se posan en el suelo.
Aquí termina mi salto. Con una sonrisa y mi convicción aérea, despierto.
Paladeo el rastro del sueño que me deja esta sensación de plenitud, esta
levedad en los sentidos. Repaso cada detalle y entonces, por un momento, mi
corazón se vuelca aterrado pensando si acaso yo no era el que volaba sino el
otro, el niño que apoyaba la mano en el cristal de su ventana cerrada mientras
ve al joven que salta avanzando en el aire como un pájaro y no puede alcanzarlo.
Mónica, na súa casa de Madrid |