Lurdes López |
Conocerla fue un placer. Hablar con
ella, algo maravilloso. Y hacerlo me llevó a recordar que mi regalo de Reyes favorito,
cando tendría unos ocho años, fue un teatrillo de guiñol. A lo largo de toda mi
vida me ha fascinado el guiñol. En mi infancia, el verano relucía más con la
playa y con los muñecos de Maese Villarejo. Cuando llegaba Gorgorito, creo que en julio, al Auditorio del Parque de Castrelos, me sentía muy feliz. En
aquella época, la verdad, no lo era mucho. Gorgorito me transportaba al mundo
de la ilusión. A través de él, veía mi entorno de manera distinta. Yo iba cada tarde con mi madre antes de fallecer,
con mi tía, con los padres de algún amigo para disfrutar la función de mi héroe
infantil favorito.Él luchaba a estacazos con la bruja Ciriaca y con el ogro,
cuyo nombre no recuerdo, para salvar a Rosalinda, esa niña ingenua que era su
amiga. Jamás olvidé sus aventuras. Nunca olvidé la canción del Té, chocolate y café. Ni olvidé su estaca,
con la que Gorgorito lanzaba por los aires a sus malvados enemigos. Era un
espectáculo de interacción total. Gritábamos, avisábamos a nuestro héroe cuando
algún peligro lo acechaba, contestábamos a sus preguntas, aplaudíamos cuando la
bruja y el ogro volaban hacia mejor vida.Tengo que reconocer que el recuerdo de estos personajes me provoca una gran nostalgia.
Ya lo he dicho: me encantaba el
guiñol. Yo tenía unos muñecos muy cutres, a los que daba vida detrás de una mesa. Me lo pasaba en grande. Y un día llegó el
teatrillo. Aquello fue puro embrujo. En su recuerdo guardé toda la magia y el
placer que me dieron los muñecos. Creo que ellos me proporcionaron buena parte
de su encanto para que mi vida estuviese más llena. El guiñol me curó ciertas heridas.
Luego, llevé el guiñol al colegio. Los niños de los distintos cursos alucinaban
al pasar por la clase, verdadero espacio mágico, en donde mis muñecos hechizaban a los críos y crías . También ellos se emocionaban, gritaban,
avisaban y aplaudían en cada función.Gorgorito |
Decía al principio (¡vaya manera de
enrollarme!) que conocerla fue un placer. Escuchar de viva voz las andanzas, venturas y desventuras
de una titiritera de verdad, me produjo una conmoción especial. Lurdes López es esa titiritera
entrañable. Es esa mujer a la que yo
quiero tanto quien, con su compañero Juan
Carlos, recorría muchos lugares. Juntos llevaban la alegría a esas gentes
tan necesitadas de las historias que representaban. Lurdes es una mujer especial. Transmite cariño en cuanto la
saludas. Lurdes es una amante de todo proyecto creativo, del teatro, de la
música, de la poesía, de las artes en general. Con el nombre de Titiritaina,
Juan Carlos y Lurdes, Lurdes y Juan
Carlos veían el mundo a través de sus muñecos. Esos muñecos, no lo
olvidemos, que son algo más que material. Tienen su corazoncito y cambian las
perspectivas de quienes los mueven y de los que gozosamente entran/ entramos en
sus peripecias Por eso, Lurdes y Juan
Carlos son como son. Personas encantadoras que saben de la transcendencia
de que sus muñecos vivan, acerquen sus historias a las personas para hacerlas
sonreír, emocionarse, agitar sus sentimientos , vibrar y que se sientan mucho
mejor.
Aunque Titiritaina ya no exista
físicamente, yo estoy seguro de que a
Lurdes le siguen revoloteando las mariposas por su cuerpo, cuando piensa en
aquellos tiempos. Eran años difíciles, con pocas comodidades, mas lo que
ofrecían y lo que recibían compensaban el esfuerzo.
Simpática, alegre, honesta, mantuve
en poco tiempo conversaciones muy profundas con ella y, por supuesto, con Juan. Y en cuanto salió el tema del
guiñol, sus ojos brillaron de ilusión, de nostalgia y de esperanza por retomar
algún día algo de todo aquello. Al decirle cómo mi padre encargó a un
carpintero el teatrillo, cómo lo pintó a escondidas la misma Noche de Reyes, cuánto sudó por miedo a que
la pintura azul no secase, Lurdes quedó
fuertemente conmovida. A mi padre le salió bien la aventura. El día 6 de enero,
allí estaba, en el salón de mi casa, su obra maravillosa. Me emociono
recordándolo. Yo era un niño y grité feliz.
Cantando la canción de la mujer barbuda |
Lurdes entiende todos estos sentimientos. Juan, también. Por ello, estás muy a gusto a su lado. Son una
pareja de artistas en toda la acepción de la palabra. A Lurdes le dije que tenía mucho interés en ver sus muñecos. Ella
sonrió encantada. Y lo haré algún día. No me cabe la menor duda. Es muy fácil
sentirlos cerca. Lurdes y Juan
acarician con su sonrisa sincera. Es la sonrisa que sus títeres dibujan en sus
rostros. Yo pienso que desde los muñecos se aprende mucho de la vida. Se
contemplan múltiples reacciones, se inventan pequeños espacios donde conviven
el bien y el mal, la risa y el llanto, la lucha, el esfuerzo por sobrevivir.
Títeres y titiriteros mezclan sus sensaciones y, en muchos casos, resulta muy
difícil reconocerlos de manera independiente. Unos y otros saben que
representan la vida misma. Con penas y alegrías. Con sorpresas y situaciones
monótonas. Con sal y pimienta. Con
aventuras con un final feliz y otras que fracasan. Afirmo que Lurdes lleva a sus muñecos dentro. No dudo, ni por un momento, de que
nunca salieron de su corazón. Por eso es un encanto de mujer.
Yo quería que contara por escrito
retazos de su experiencia guiñolesca. Estoy convencido del enriquecimiento que
sus palabras proporcionan a Versos e
aloumiños. Me costó convencerla y por fin dio el paso. Escribió un texto
sugestivo. Nos regaló unas líneas de enome interés, muy auténticas y llenas de
emociones vividas. Este es el papel que
quiere asumir este blog tan poco convencional. Escritos como este, le dan su
verdadero sentido.
Gracias, Lurdes. Tus palabras vuelven a introducirme en el guiñol de la
vida. Esa vida que también ha de ser contada con muñecos, a los que queremos.
Igual que a ti. Igual que a Juan.
¡ Que se abran las cortinas, por
favor, y que empiece la función!
Escaparate de una tienda en Lyon. (Foto de Susi) |
MIS AÑOS DE
TITIRITERA
Lurdes López
Me ha
pedido Antonio que hable sobre mi experiencia como titiritera. Basta que me lo
pida él para que me ponga manos a la obra, pero sé que me va a resultar muy
difícil.
Durante
algunos años he tenido el privilegio de dedicarme a ese maravilloso oficio.
Fueron años en los que me pasaron tantas cosas que no sé cómo voy a convertir
en palabras una parte de mi vida que, cuando echo la vista atrás, se me viene
encima como una gran ola llena de emociones y sensaciones que se mezclan, se
enredan y me inundan la memoria y el corazón.
Lo
que sí sé es que me hace muy feliz recordar aquellos tiempos, aunque no tanto
como cuando me tocó vivirlos.
No sé
por dónde empezar.
Tal
vez si en este momento se abriera la cortina de mi antiguo teatrillo se me
ocurriría algo porque no me quedaría más remedio que empezar la función, así
que voy a imaginar que la pantalla del ordenador es la ventana de aquel
teatrillo. El público está esperando, la función debe comenzar. Allá voy.
Nuestro
grupo de títeres se llamaba “Titiritaina” y estaba formado por dos titiriteros:
mi compañero Juan y yo.
Durante
una etapa de nuestra vida protagonizamos una gran aventura que nos llevó de
camino en camino, de pueblo en pueblo, de plaza en plaza, con nuestro teatrillo
de guiñol a cuestas y la maleta llena de títeres, cuentos y canciones.
Sí,
también canciones. Nuestros títeres siempre fueron muy cantarines.
El
espectáculo empezaba siempre con una canción de bienvenida, que solía cantar un
bufón o un juglar, con acompañamiento de guitarra y algún instrumento de
percusión. En una de ellas se incluían estos versos:
¡Atención, niños
y niñas,
pájaros, perros y
burros,
y también los más
mayores,
seres que os
llamáis adultos!
¡Atención, mucha
atención,
que atender no
cuesta un duro,
atención porque
comienza,
cuando cuente
unos segundos,
“El cazador de
elefantes”,
cinco, cuatro,
tres, dos, uno...!
Durante
la representación, mientras unos títeres salían y otros entraban por la derecha
o por la izquierda, las canciones también formaban parte del espectáculo. Cuando
lo pienso, a veces no me salen las cuentas, no sé de dónde sacábamos tantas
manos para mover un muñeco o dos, cambiar unos por otros y tocar a la vez la
guitarra o una maraca.
La
despedida del espectáculo la planteábamos como una especie de fin de fiesta.
Salíamos del teatrillo acompañados por los títeres que habían intervenido y,
acto seguido, algunos de ellos cantaban una canción, su canción, bailando sobre
mi mano, mientras Juan tocaba la guitarra y les hacía la segunda voz.
De
todos aquellos años lo que más recuerdo son las caras y las risas de los niños,
sus voces desgañitándose cuando acechaba algún peligro sobre el escenario y el
aplauso entusiasta y unánime de sus manitas en momentos claves del espectáculo,
pero sobre todo recuerdo el gran cariño que nos mostraban al final de cada
función, cuando se acercaban a la parte trasera del teatrillo con la intención
de descubrir todos nuestros secretos, de hacernos mil preguntas, de ver de
cerca y tocar los títeres y, con frecuencia, de regalarnos el calor de su
abrazo.
Antes
he dicho que el grupo “Titiritaina” lo formábamos dos titiriteros, pero la
verdad es que no estábamos solos, contábamos con un amplio elenco de pequeños
actores y actrices, la mayoría de ellos títeres de guiñol y algunos de varilla.
Citaré
sólo a los más parlanchines: un bufón que estaba harto de hacer reír al rey, un
juglar con laúd que cantaba los sucesos del lugar, un diablo rojo con cuernos y
rabo, una bruja que no era hermosa pero tampoco era mala, una niña con las
trenzas muy largas que perseguía mariposas por el bosque,
un cazador de
elefantes que nunca había visto un elefante, un caballero andante armado con
una cachiporra que a lomos de su brioso corcel iba al rescate de su dama, y el
mago Cataplín, con su larga barba al viento, que conocía el mundo entero y
dentro de su cucurucho guardaba todos los secretos. También, en las canciones
finales, a veces nos acompañaba una mujer barbuda y un náufrago, también
barbudo, al que perseguía un tiburón.
Cantando la canción de El Mago Cataplín |
Siempre
he pensado que los títeres no son muñecos, que son personajes mágicos que viven
de verdad la vida que supuestamente representa el titiritero. Lo que no quiere
decir que el papel del titiritero no tenga su importancia, a él le corresponde
la tarea de despertar esa vida.
Los
títeres son unos seres que saben con total exactitud cómo transmitir ideas,
emociones, valores... Las palabras que salen de su boca hablan directamente al
corazón de cualquier persona, sea niño o niña, joven o anciano, y tienen la
capacidad de sembrar en quien las escucha un profundo amor por el teatro, por
la poesía, por los cuentos, por las canciones.
Tal
vez la mejor manera de dar sentido a esta pequeña crónica de recuerdos y
sentimientos relacionados con mi experiencia como titiritera sea volver atrás
en el tiempo y compartir con vosotros algunos detalles, hasta ahora nunca
revelados por escrito, que dan una idea de nuestro entusiasmo y de nuestro
espíritu aventurero. En concreto, intentaré revivir algún episodio de la gira
que realizamos por tierras almerienses en 1985.
Pero
antes, para que pueda entenderse lo que viene a continuación como un relato de
hechos reales, quiero hacer la advertencia de que en aquel entonces mi
compañero Juan y yo éramos mucho más jóvenes. Y el mundo que giraba a nuestro
alrededor también lo era.
Dueloo entre caballeros a estacazos |
Fue
una gira de once representaciones, cada una de ellas en un pueblo diferente de
la provincia de Almería: de la costa, de la sierra o del desierto.
Hubiera
sido muy práctico disponer de una furgoneta o de cualquier vehículo propio,
pero no fue posible. Como ya he dicho, nosotros y el mundo éramos todavía muy
jóvenes.
Tuvimos
por tanto que poner a prueba las bondades del transporte público de la época.
En tren desde Madrid a Almería y desde Almería en autobús a cada uno de los
pueblos. Y cuando por la distancia no nos compensaba regresar a Almería antes
de viajar al siguiente pueblo, a veces viajábamos en autobús, a veces en
autoestop y, en una ocasión, en un “land rover” de la guardia civil.
Antes
dije que sólo éramos dos titiriteros, pero que nos acompañaba una amplia y
variopinta compañía de títeres. Pues aún no estamos todos. Me falta decir que
iban con nosotros nuestros dos hijos mayores, Jorge y Nélida, entonces de siete
y cinco años, que es verdad que no tenían más remedio que ir donde les
llevásemos, pero que, a pesar de haber visto la función infinidad de veces,
seguían siendo desde la primera fila nuestros espectadores más fieles y
entusiastas.
Se ha
hablado mucho del baúl de la Piquer y por tanto no seré yo quien ponga en
entredicho su récord absoluto en el apartado de grandes bártulos y cargamentos
de la historia del espectáculo. Sólo quiero decir que la relación de los bultos
que formaban parte de nuestro equipaje era la siguiente:
-
Dos maletas, auténticos maletones
llenos de títeres, los pobres, donde esperaban su oportunidad como piojos en
costura.
-
El teatrillo desmontable, de hierro,
una imaginativa estructura que diseñamos nosotros y que nos construyó con una
ceja levantada un cerrajero del Rastro de Madrid, y que trasladábamos en dos
partes: los hierros largos en una funda hecha con dos patas de pantalón vaquero
y los hierros cortos en una vieja funda de escopeta, hecha de cuero, que nos
regaló (la funda, no la escopeta) un amigo y que contribuía a que siempre nos
recibieran en cada pueblo con un gran respeto.
-
Una guitarra en su correspondiente
estuche.
-
Una bolsa con ropa.
-
Una bolsa con bocadillos, fruta,
galletas y botella de agua (el colacao para los niños lo pedíamos en un bar).
Entiendo que, a la vista de esta relación, parezca increíble
que alguien nos parase alguna vez cuando hacíamos autoestop, pero así fue. Ya
he dicho que también el mundo era más joven, tan joven que parecía otro mundo.
No quiero terminar el relato deshilvanado de estos recuerdos
sin aclarar que el ingrediente principal e indispensable para que los títeres
cobrasen vida en nuestro teatrillo eran, más aún que nosotros, los habitantes
de los pueblos, a veces aldeas, que con
tanta ilusión nos abrían sus brazos y a veces también sus casas.
Cuando pasábamos la noche en el mismo lugar en el que
habíamos actuado, me emocionaba especialmente que, al salir por la mañana a la
calle, la gente nos saludara, nos sonriese y nos parase para demostrarnos su
afecto. Hay que tener en cuenta que, en ocasiones, asistía a la representación
el pueblo entero.
Cantando la canción de El Caballero andante |
Me he centrado, tal vez demasiado, en estos recuerdos
almerienses. La verdad es que fueron muchas vivencias y muy especiales, porque
se juntaron muchas actuaciones en un corto período de tiempo, cosa que
desgraciadamente no era habitual.
Pero podría haber hablado de otros momentos, de otras
experiencias también inolvidables, de cuando actuábamos en centros culturales o
en colegios o bajo un árbol de un parque, y sobre todo podría haber hablado,
tanto o más que de Almería, de las dos ocasiones en que actuamos en el colegio
(unos barracones prefabricados) del inmenso poblado chabolista de La Celsa, en
las afueras de Madrid.
Allí los niños, todos de etnia gitana, nos recibieron al
grito de “¡Ya están aquí los payasos!”.
Nunca he visto unas sonrisas más amplias. Pocas veces me han
abrazado tan fuerte como aquellos niños y niñas me abrazaron.
Algún tiempo después de que dejásemos de actuar como grupo
“Titiritaina”, tuve la gran suerte de seguir trabajando con niños en un colegio
de educación especial. Naturalmente, también allí me acompañaron mis títeres y,
una vez más, me demostraron que no habían perdido sus poderes mágicos
iluminando la cara de unos niños y niñas que diariamente afrontaban con gran
valentía una vida llena de obstáculos y dificultades.
De todo esto han pasado ya algunos años.
Desde la última función, los títeres permanecen dormidos
como sardinas en lata dentro de un baúl. Pero afortunadamente para ellos, y
sobre todo para mí, a veces tengo que abrir el baúl y rescatar a alguno de
ellos.
Desde hace algún tiempo invitan de vez en cuando a mi
compañero Juan a hablar de sus libros de poesía en algún colegio o en algún
instituto, y desde que esto sucede, como también los títeres están muy
presentes en sus versos, tengo la oportunidad de acompañarle en sus encuentros
con los niños y adolescentes de esos centros y dejar que algún títere se
desperece en mi mano y vuelva a cantar sus antiguas canciones.
Y ya acabo, Antonio, que no sé cómo he llegado hasta aquí y,
una vez que le he cogido el hilo, no sé cuál es la mejor manera de acabar.
Si te parece bien, acabaré con la letra de la canción que
cantábamos para despedirnos al final de cada representación.
LOS DOS
TITIRITEROS
Somos dos
titiriteros
y
llevamos por los pueblos
mil
historias en las manos
y en la
suela un agujero.
Dentro de
nuestra maleta
hay un
mundo más pequeño
donde se
pueden rozar
las
estrellas con los dedos.
Colorado
colorín,
la
función llegó a su fin,
pero no
será un final feliz
si
vosotros no aplaudís,
si
vosotros no aplaudís.
Nuestro
oficio es intentar
darles
vida a los muñecos,
hablar
sólo con palabras
que se
vayan con el viento.
Ojalá nos
recordéis
y, aunque
pase mucho tiempo,
preguntéis
si volverán
estos dos
titiriteros.
Colorado
colorín…
Otro escaparate de Lyon. (Foto de Susi) |