Paco Abril (Foto de Ana López Chicano) |
La edad de las
mentiras
Paco
Abril
Es un tópico afirmar que la
infancia es la edad de las mentiras. Quienes esto aseguran atribuyen la culpa
de tal consideración a Pinocho, el muñeco de madera al que le creció la nariz
por decir mentiras, y al que han convertido en el patrón de los mentirosos.
Alto, alto, hasta ahí podíamos
llegar. Pongamos las cosas claras. Por culpa de Pinocho, no, sino por culpa de
los que leyeron mal su historia, o simplemente oyeron ese embuste y no saben
dónde.
En el capítulo doce de “Las aventuras de Pinocho” aparecen dos personajes siniestros, dos adultos hechos y derechos representados por una zorra, que simula ser coja, y por un gato que finge ser ciego. Ellos son los auténticos mentirosos del cuento. Utilizan todo tipo de retorcidas artimañas para engañar al ingenuo títere. Ellos conjugan el verbo mentir en todos sus tiempos.
Pinocho dijo una mentirilla de
nada, la zorra y el gato mentiras hechas y derechas elaboradas con
premeditación, alevosía y manifiesta intención de engañar.
Que nadie pretenda engatusarnos, y
menos a los niños, con otra patraña más, asumamos la verdad: la auténtica edad
de las mentiras es la edad adulta.
Contemplemos ahora el gran teatro
de las mentiras. Oigamos a los actores y actrices representar sus farsas. Las
grandes, pequeñas y medianas mentiras se muestran por doquier, y no sólo en los
escenarios políticos (lo que ocurre es que en esas palestras públicas los bulos
retumban más).
La mentira no tiene profesión. Se
cuela en todas. Hay embustes en la ciencia, en el arte, en la filosofía, en la
religión, en el derecho, en los medios de comunicación, en la publicidad o en
las comunidades de vecinos, por citar unos pocos ejemplos. Hasta nos mentimos a
nosotros mismos.
Parece como si la mentira fuera
consustancial con el género humano. ¿Lo es?
Si hacemos caso a los científicos,
venimos al mundo provistos de un sofisticado kit de supervivencia. Encontramos
en ese equipamiento, entre otras cosas, dos sorprendentes conductas ya
preparadas para ser usadas desde que salimos del útero materno. Una es la
conducta exploratoria, que nos impulsa a indagar, a querer conocer, a
preguntarnos por todo, a desear saber. Esta conducta ha llevado al género
humano a la investigación, a la ciencia, a la filosofía. Tal se diría que es un
equipaje preparado para buscar la verdad.
La otra es una conducta de apego,
que nos impulsa a cobijarnos entre los pliegues protectores de quienes nos
quieren. Esa protección que nos proporciona esta conducta afectiva es nuestro
bagaje de estricta pervivencia, pues nacemos tan incapaces que si no nos
cuidaran pereceríamos. Lo fundamental que procura esa conducta es hacernos
sentirnos protegidos, aceptados, queridos, reconocidos.
A estas dos conductas me atrevo a
añadir una tercera que voy a llamar “fabuladora”. Sorprende comprobar cómo, a
lo largo de la humanidad, los seres humanos ampliaron los horizontes conocidos
arriesgando su vida por aventurarse en lo desconocido y, a la vez, aceptaron
explicaciones absurdas, se convirtieron en fanáticos defensores de creencias
fundamentalistas o se inventaron falsas teorías que no se preocuparon en
corroborar.
Un extraterrestre que nos estuviera
estudiando podría concluir que los seres humanos prefieren cualquier respuesta,
por absurda que sea, a no tener ninguna. Esta conducta fabuladora explica la
invención de ficciones, explica la invención de mitos.
Pero ¿por qué anhelamos esas
fabulaciones, esa tergiversación de la verdad? Quizá también por supervivencia.
De acuerdo con Eugene O´Neill “el ser humano no puede vivir en plena posesión
de situación vital…Todo mortal necesita defenderse mediante ficciones”. Pero
esto nos lleva a otro tipo de mentiras, las inventadas por los fabuladores, que
les dan forma de cuento, de novela, de historieta, de guión cinematográfico.¿Son
acaso el mismo tipo de mentiras las que se perpetran para engañar que las que
se urden para hacer imaginar?
Eugene O´Neill |
En modo alguno. Las primeras nos llevan al daño, al mal, a la destrucción de la confianza y de la verdad. Las segundas conducen, por sofisticados vericuetos, a descubrir la verdad de otra manera. Porque los cuentos, aunque estén construidos con los materiales de las mentiras, tienen el poder de acercarnos a la verdad de la realidad y a la verdad de nosotros mismos.
Jorge Wagensberg escribió en dos de sus
magistrales aforismos:
“Las verdades se descubren, las
mentiras se construyen”.
Volvamos a los embustes dañinos.
¿Quién desea vivir entre fulleros, engañadores, farsantes, embusteros o
calumniadores?
Jorge Wagensberg |
La mentira, aunque todos sin excepción hayamos mentido alguna o muchas veces, y aunque sepamos que puede haber mentiras necesarias o incluso imprescindibles para realizar un bien, es una facultad que posee muy mala fama. Nadie la quiere, nadie la invita a su casa, ni siquiera los mentirosos.
En uno de los curiosamente escasos
cuentos para niños se nos presenta la
mentira –en frase que da título a todo el relato– como “La cosa que más duele del mundo”.
Todos hacemos ascos a la falsedad.
Y hasta se han inventado detectores de mentiras para combatirla.
El Roto |
Pero creo que la mejor defensa contra las mentiras es la que propone El Roto en una de sus iluminadoras viñetas aparecida en El País.
Nos dice:
–La prensa debería ser un escudo
antimentiras.
–¿Un escudo antimentiras? Esto es
peligroso podría reactivar la carrera de argumentos.
Argumentar es lento, pues exige
escuchar, atender, reflexionar, conversar y ofrecer razones, pero bienvenida
sea esa lentitud discursiva que nos lleva a la verdad.