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lunes, 2 de mayo de 2016

PACO ABRIL SEGUE A ALUMAR CAMIÑOS. DESTA VOLTA, UN ARTIGO FASCINANTE SOBRE A MENTIRA.

Paco Abril  (Foto de Ana  López  Chicano)







La edad de las mentiras


                                              Paco Abril


Es un tópico afirmar que la infancia es la edad de las mentiras. Quienes esto aseguran atribuyen la culpa de tal consideración a Pinocho, el muñeco de madera al que le creció la nariz por decir mentiras, y al que han convertido en el patrón de los mentirosos.

Alto, alto, hasta ahí podíamos llegar. Pongamos las cosas claras. Por culpa de Pinocho, no, sino por culpa de los que leyeron mal su historia, o simplemente oyeron ese embuste y no saben dónde.

En el capítulo doce de “Las aventuras de Pinocho” aparecen dos personajes siniestros, dos adultos hechos y derechos representados por una zorra, que simula ser coja, y por un gato que finge ser ciego. Ellos son los auténticos mentirosos del cuento. Utilizan todo tipo de retorcidas artimañas para engañar al ingenuo títere. Ellos conjugan el verbo mentir en todos sus tiempos.

Pinocho dijo una mentirilla de nada, la zorra y el gato mentiras hechas y derechas elaboradas con premeditación, alevosía y manifiesta intención de engañar.

Que nadie pretenda engatusarnos, y menos a los niños, con otra patraña más, asumamos la verdad: la auténtica edad de las mentiras es la edad adulta.

Contemplemos ahora el gran teatro de las mentiras. Oigamos a los actores y actrices representar sus farsas. Las grandes, pequeñas y medianas mentiras se muestran por doquier, y no sólo en los escenarios políticos (lo que ocurre es que en esas palestras públicas los bulos retumban más).
La mentira no tiene profesión. Se cuela en todas. Hay embustes en la ciencia, en el arte, en la filosofía, en la religión, en el derecho, en los medios de comunicación, en la publicidad o en las comunidades de vecinos, por citar unos pocos ejemplos. Hasta nos mentimos a nosotros mismos.

Parece como si la mentira fuera consustancial con el género humano. ¿Lo es?

Si hacemos caso a los científicos, venimos al mundo provistos de un sofisticado kit de supervivencia. Encontramos en ese equipamiento, entre otras cosas, dos sorprendentes conductas ya preparadas para ser usadas desde que salimos del útero materno. Una es la conducta exploratoria, que nos impulsa a indagar, a querer conocer, a preguntarnos por todo, a desear saber. Esta conducta ha llevado al género humano a la investigación, a la ciencia, a la filosofía. Tal se diría que es un equipaje preparado para buscar la verdad.

La otra es una conducta de apego, que nos impulsa a cobijarnos entre los pliegues protectores de quienes nos quieren. Esa protección que nos proporciona esta conducta afectiva es nuestro bagaje de estricta pervivencia, pues nacemos tan incapaces que si no nos cuidaran pereceríamos. Lo fundamental que procura esa conducta es hacernos sentirnos protegidos, aceptados, queridos, reconocidos.

A estas dos conductas me atrevo a añadir una tercera que voy a llamar “fabuladora”. Sorprende comprobar cómo, a lo largo de la humanidad, los seres humanos ampliaron los horizontes conocidos arriesgando su vida por aventurarse en lo desconocido y, a la vez, aceptaron explicaciones absurdas, se convirtieron en fanáticos defensores de creencias fundamentalistas o se inventaron falsas teorías que no se preocuparon en corroborar.
Un extraterrestre que nos estuviera estudiando podría concluir que los seres humanos prefieren cualquier respuesta, por absurda que sea, a no tener ninguna. Esta conducta fabuladora explica la invención de ficciones, explica la invención de mitos.

Pero ¿por qué anhelamos esas fabulaciones, esa tergiversación de la verdad? Quizá también por supervivencia. De acuerdo con Eugene O´Neill “el ser humano no puede vivir en plena posesión de situación vital…Todo mortal necesita defenderse mediante ficciones”. Pero esto nos lleva a otro tipo de mentiras, las inventadas por los fabuladores, que les dan forma de cuento, de novela, de historieta, de guión cinematográfico.¿Son acaso el mismo tipo de mentiras las que se perpetran para engañar que las que se urden para hacer imaginar?
Eugene O´Neill

En modo alguno. Las primeras nos llevan al daño, al mal, a la destrucción de la confianza y de la verdad. Las segundas conducen, por sofisticados vericuetos, a descubrir la verdad de otra manera. Porque los cuentos, aunque estén construidos con los materiales de las mentiras, tienen el poder de acercarnos a la verdad de la realidad y a la verdad de nosotros mismos.
 Jorge Wagensberg escribió en dos de sus magistrales aforismos:
“Las verdades se descubren, las mentiras se construyen”.
Volvamos a los embustes dañinos. ¿Quién desea vivir entre fulleros, engañadores, farsantes, embusteros o calumniadores?
Jorge Wagensberg

La mentira, aunque todos sin excepción hayamos mentido alguna o muchas veces, y aunque sepamos que puede haber mentiras necesarias o incluso imprescindibles para realizar un bien, es una facultad que posee muy mala fama. Nadie la quiere, nadie la invita a su casa, ni siquiera los mentirosos.
En uno de los curiosamente escasos cuentos para niños  se nos presenta la mentira –en frase que da título a todo el relato–  como “La cosa que más duele del mundo”.
Todos hacemos ascos a la falsedad. Y hasta se han inventado detectores de mentiras para combatirla.


El Roto

Pero creo que la mejor defensa contra las mentiras es la que propone El Roto en una de sus iluminadoras viñetas aparecida en El País.
 Nos dice:
–La prensa debería ser un escudo antimentiras.
–¿Un escudo antimentiras? Esto es peligroso podría reactivar la carrera de argumentos.


Argumentar he aquí el mejor antídoto contra la mentira.

Argumentar es lento, pues exige escuchar, atender, reflexionar, conversar y ofrecer razones, pero bienvenida sea esa lentitud discursiva que nos lleva a la verdad.

jueves, 18 de febrero de 2016

" LA OBSESIÓN POR DIVERTIR ", OUTRO MAGNÍFICO ARTIGO DE PACO ABRIL

Paco Abril (Foto de Ana López Chicano)


De novo, Paco Abril, unha das mentes máis lúcidas se de Literatura Infantil e Xuvenil falamos (aínda que non só deste tema).

     Neste artigo aborda un asunto tan interesante como controvertido. Fálanos do concepto “divertir” levado ás aulas. Concordo plenamente con el. Non se pode facer unha disección máis lúcida, clara e intelixente sobre algo que, penso eu, pode levar a confusións perigosas, afastadas do fiable.

     Paco Abril escribe cunha enorme convicción, produto dos seus moitos anos reflexionando arredor destes asuntos. E fainos pensar. Provoca estímulos. Marca camiños. Non é algo novo isto que acabo de dicir.Leva pasando  dende hai ben tempo. Paco Abril non deixa indiferente a ninguén.
     
     Paco Abril é un mestre da conversa, de abrir camiños cara a discusións interesantes. Un verdadeiro axitador cultural.
     Admiro moito a Paco Abril  e Versos e aloumiños  séntese moi orgulloso de contar coa palabra aguda e afiada dunha persoa que ten tanto que dicir neste e moitos outros eidos.

     
     Un pracer e unha honra.




La obsesión por divertir

                                                                                    Paco Abril


En todos los simposios, mesas redondas, congresos y otros eventos sobre la educación y la lectura se apela constantemente al vocablo divertir. Parece una exigencia ineludible que todo cuanto posea intencionalidad educativa debe de estar bien impregnado de diversión, so pena de fracasar de manera estrepitosa.

Si se quiere acercar a los niños a la lectura, se intentan diseñar divertidos programas de animación en las escuelas y en las bibliotecas. Si se pretende acercarlos a la ciencia, se considera que lo más eficaz es hacerlo a través de propuestas de ciencia divertida. Si se desea sensibilizar su gusto por la música clásica, casi cae de cajón que se deberán organizar conciertos que capten la atención a través de la diversión.


Un maestro con el que me topo con frecuencia, me comentó, un tanto desolado, que le faltaban recursos para divertir a sus alumnos, y que, por tanto, sus esfuerzos por enseñarles le resultaban baldíos. Me confesó también que no se sentía con fuerzas ni con ganas de ponerse al día en el aprendizaje de nuevas técnicas para entretenerlos.

Y si la diversión es el gran remedio que se quiere aplicar a los niños, también pretende ser la panacea de los adultos.

Una editorial publicaba una antología de poesía y, el compilador, afirmaba: «La idea es divertir a los lectores». Porque la poesía, según su criterio, «tiene que ser divertida».

Parece como si cualquier propuesta educativa, del tipo que sea, que no conjugue el verbo divertir en todos sus tiempos, estuviera de antemano condenada al fracaso.

Pero ha sido la animación a la lectura la acción que más se ha dejado envolver en la seductora red de la diversión, ha caído atrapada en sus persuasivos brazos. Los animadores se han acogido, como si fuera una ley, a la tercera acepción que el diccionario da para animación: «Concurso de gente en una fiesta, regocijo o esparcimiento».


Y en todas sus propuestas procuran con insistencia buscar esa fiesta, ese regocijo, ese esparcimiento.

Los ejemplos de apelación a la diversión en todos los campos son tantos que demuestran una auténtica obsesión por divertir. Todo se contagia cada vez más de esa obsesión. En el Centro de Arte de la Laboral, de Gijón uno de sus teóricos afirmaba:
«Aquí  hay que conseguir que por encima de todo la gente se divierta».

Analicemos el concepto. Divertir es apartar la atención para llevarnos hacia otra cosa. Esto es, procurar no que la atención se centre, sino que se descentre. La persona que intenta divertir a alguien tiene que esforzarse en entretenerle, en distraerle, en sacarle de sí mismo para transportarle a otro lugar donde prime el entretenimiento, la distracción, el alborozo. Quien nos divierte, trata de sacarnos de nuestra rutinaria ocupación, o de nuestra preocupación, y de trasladarnos a otro lado.


¿Por qué esta obsesión por divertir sobre todo en el ámbito educativo? ¿Por qué se ha ido convirtiendo en la tabla salvadora o en la levadura de cualquier acción educativa que se precie?

Pues, entre otras razones, por una comprensible reacción contra esa educación que se encuentra situada en el campo minado de lo aburrido, de lo pesado, de lo fastidioso. Qué fácil es pisar una de esas minas de didactismo tedioso y quedar mutilado para siempre. Hay muchos escolares, por ejemplo, a los que se les atragantan los libros de texto, los rechazan por indigestos y ponen, delante del vocablo texto, el prefijo de, quedando bajo el rótulo de libros de detexto, y extienden esa repulsa a todos los libros y a todo lo escrito en general. Lo peor no es que se lea poco o no se lea, lo peor es que se desarrolle una epidemia de aversión a la lectura. Por eso hay un afán constante de enganchar al público a través de la diversión. La máxima podría ser: atraer para distraer. Y por eso se invierten grandes esfuerzos y grandes sumas de dinero en divertir.


Muchos son ya los que afirman que si convertimos la enseñanza en un divertimento, en juego, erradicaremos el fracaso escolar.

Tarea loable esta de divertir, sobre todo cuando trata de apartarnos de la angustia, de la tristeza, del aburrimiento; pero que, cosa curiosa, no aumenta el deseo de leer, ni de aprender, ni de investigar, ni de pensar, ni desarrolla el gusto musical, ni estimula la lectura, ni despierta la curiosidad científica. El agotador esfuerzo por divertir fracasa en las acciones educativas que emprende, estén dirigidas a niños o adultos.

Lo divertido sólo dura lo que dura la acción de divertir. Practicamos el ejercicio saludable de pasarlo bien con algo animado, pero enseguida se apaga la llama de lo  que nos sacó de nosotros mismos por unos instantes.

Divertir es un fuego de artificio que puede estallar en mil colores, pero que muy pronto se desvanece en el aire. Lo divertido carece de fuerza impulsora para la acción. Es lógico que así sea, porque su función no es la de fortalecernos, sino  la de distraernos.

Si la diversión no es la solución, ¿con qué la sustituimos?, nos preguntan los defensores de la pedagogía del deleite?

La pregunta a la que deberíamos responder, sin embargo, es otra: ¿qué es lo que hace prender nuestra atención en un libro, en una película o en algún proyecto que nos fascina? ¿La diversión? No, por supuesto que no.

Lo que nos engancha de verdad es el interés.
 
Jean Piaget
Los educadores verían cambios radicales si, en vez de divertir, trataran de interesar. «No se trata de que los niños hagan lo que quieran, sino de que quieran lo que hagan», decía el psicólogo Jean Piaget allá por 1940.


Divertir es entretener, que no es poco. Interesar es llenarnos de una energía, de un combustible que nos impulsa, que hace que nos esforcemos en cualquier empresa, en cualquier empeño. El interés, que está formado por una conjunción de deseo y necesidad, es una fuerza, una potencia.  Un niño que está interesado en la lectura, no necesita actividades divertidas para que lea, sólo necesita libros adecuados. Tampoco necesita animadores ni mediadores, sino facilitadores. Cualquier persona interesada por conocer lo que sea, buscará la manera de investigar, consultar, indagar. Y su interés no decaerá con el tiempo, sino que aumentará. Fomentar el interés es consolidar lo duradero frente a lo efímero. El interesado dota de valor al objeto de su interés y se implica en él de manera permanente. Mientras que la diversión huye como la peste del esfuerzo, el interés nos confiere la energía para realizar el esfuerzo necesario que nos lleve a alcanzar las metas que nos propongamos.