Cando caeu nas miñas mans o libro Mala luna pensei que, tras estas páxinas tan brillantes, se agochaba unha escritora de verdadeiro talento. Como amante da poesía (e de Miguel Hernández) a novela me entusiasmou. Prosa brillante, calor humana, trama suxestiva e moita, moita poesía.
A autora era Rosa Huertas e non a coñecía. Corría o ano 2009 e decateime axiña
de que estaba diante dunha persoa que ía dar moito que falar no panorama da LIX
española.
Non me trabuquei. Pasaron sete anos e aí
está. Unha referencia. Fun lendo todo o que ía saíndo e ficaba enfeitizado en
cada libro que lía. Lembro Los héroes son mentira, El
blog de Cyrano, Tuerto, maldito y enamorado, Sombras de la Plaza Mayor, Corazón
de metal…
Namoreime da súa literatura.
E
valorei as súas publicacións didácticas, as súas incursións na literatura
popular, a súa paixón pola palabra escrita.
Admiro esta muller polo seu amor pola
literatura de calidade, pola xénese deses mundos creados que son para ela máis
reais ca a vida cotiá, pola poesía que enche cada unha das novelas que escribe.
Porque Rosa Huertas non sabe vivir sen escribir, porque toca
temas universais que rachan as liñas de idades, porque sabe que hai que darlles
aos lectores obras que os axuden a medrar a través da calidade e o respecto cara
a eles. Porque foxe do banal, do intranscendente para conmover a partir de
historias que conmovan, que emocionen.
Coñecela persoalmente resultoume dun
pracer extraordinario. É afectiva, loitadora, apaixonada da literatura,
agradable.
Contaxia a ilusión que posúe e é unha
muller encantadora. De aí que decidimos en Versos e aloumiños pedirlle un texto
narrativo para esta sección. Ela, xenerosa coma sempre, accedeu, e este
blog-revista ten a honra de publicado para que os seus innumerables lectores e
lectoras gocen del.
HUELLAS DEL
PASADO
ROSA HUERTAS
Mi barrio
es como un pueblo. El centro de Madrid no es más que un pueblo abigarrado de
calles tortuosas cuya arteria principal, la calle Toledo, sube empinada hacia
la Plaza Mayor sin dar tregua al paseante.
Plaza Mayor (Madrid) |
Poco
queda de aquel pasado esplendoroso, de los edificios de granito del Guadarrama,
de los conventos que poblaban cada esquina, de los personajes ilustres que
paseaban por las mismas calles que yo.
Gentes
nuevas, llegadas de otros paisajes, se asoman a los balcones de las casas de
ahora. Los autobuses han sustituido a los carromatos, aunque dudo que este
Madrid luzca más limpio que aquella capital cuya mugre asustaba a propios y
extraños.
Puerta de Toledo (Madrid) |
Subo
la calle con esfuerzo. La Puerta de Toledo me mira con la boca abierta. Presume
de estar rodeada de flores y de poseer un aspecto juvenil a pesar del par de
siglos que arrastra. Casi nos ha hecho olvidar que está dedicada al monarca más
nefasto, ruin y sanguinario que hay reinado en nuestro país. El nombre de
Fernando VII aparece también en otro monumento del barrio, en la Fuentecilla:
una fuente seca que antes abasteció de agua a los vecinos, a pesar de que
siempre les pareció horrenda. ¿Qué bichos son estos? ¿Un lagarto con alas, un león
con escamas? Son feas las estatuas, el tiempo ni siquiera les ha concedido la
belleza de lo antiguo, pero sí les ha regalado cierto aire simpático: una
rareza histórica enternecedora.
Por
la calzada sube un tráfico infernal e imagino que hace cuatrocientos años el
bullicio sería semejante. Los carros cargados con los productos del campo, que
venían desde Toledo, entraban en Madrid por esta misma calle. Rufianes y
ladronzuelos acechaban en cada esquina, había dinero fresco. Tabernas y posadas
abrían sus puertas a los foráneos, igual que hoy proliferan los bares para
turistas.
Compro
unas uvas en la frutería de Mohamed y saludo a Toni, que aunque es chino tiene
un nombre español. Ha logrado que su pequeño comercio se convierta en un
almacén donde hay de todo. “¿Tienes pinzas de la ropa?” “Pasillo 18”. Pero no
puedo negar que las tiendas que más me gustan son las que perviven en la calle
desde hace un siglo o más. “Caramelos Paco” lleva vendiendo caramelos a los
niños del barrio desde 1934 ¿Qué les vendería tres años después? ¿Habría
caramelos en el Madrid sitiado de la Guerra Civil? Entro y compro una bolsita
de caramelos de miel y limón, los mejores para suavizar la garganta los días
que no paro de hablar, esos días en los que no escribo. Porque los días de
escritura son silenciosos y solitarios, y cuando hablo sola mi voz suena
extraña.
“Casa
Vega” es la tienda del padre de Elisa, la protagonista de Tuerto, maldito y enamorado, y lo seguirá siendo porque ya no
distingo bien la realidad de la ficción. Cuando paso, miro los balcones del
primer piso, donde veo unas hermosas macetas de geranios y donde imagino a
Elisa estudiando cada tarde. Su padre sale fuera a fumar un pitillo, no es
capaz de dejar esa adicción, le veo frente a mí y me dan ganas de acercarme a
saludarlo, aunque él no me conozca y yo crea que se llama Paco. Un anciano pasa por mi lado y se dirige al
padre de Elisa, escucho como lo llama por su nombre: “Hola, Julián ¿Qué tal
estás?” Me dan ganas de decirle que se equivoca, que el padre de Elisa se llama
Paco, pero me doy cuenta que estoy en este lado del espejo y ya no paseo por un
mundo de ficción, como Alicia.
Vicente Aleixandre |
Sigo
caminando y mi pasos me llevan ante el Instituto San Isidro, el templo de la
enseñanza madrileña. Entro por la puerta de granito, por la misma que
franquearon Lope, Machado, Aleixandre, Cela, Juan de la Cierva, la reina
Fabiola de Bélgica y miles de alumnos a lo largo de más de cuatrocientos años.
¿Qué quedará de todos ellos aquí dentro? Me miro los pies, sigo pisando sobre
las huellas de aquellos que me precedieron, y comprendo que mi misión es
atesorar y preservar su memoria.
Antes
de entrar al claustro saludo a Germán, el conserje, que parece un personaje de
novela pero es de verdad. En este barrio la realidad y la ficción se confunden.
Tendré que incluir a Germán en alguna de mis novelas.
Claustro do Instituto San Isidro (Madrid) |
El
claustro me espera, silencioso y cargado de misterios. Si los fantasmas
existieran se pasearían bajo esos arcos, rezando letanías en latín o repasando
las lecciones en la lengua de los romanos.
Para
alguien como yo, que ama la enseñanza, es fascinante pasear por un lugar donde
se han dado clases a lo largo de más de cuatrocientos años. Un lugar donde
siempre ha habido profesores, como yo, y alumnos como ellos, como quienes me
miran cada mañana. Un lugar capaz de inspirar a escritores de todas las épocas,
fascinante y sobrecogedor. Por eso sus piedras me llaman, y me hablan cuando me
quedo callada.
Un rastro
de vida, de historia y de verdad palpita bajo mis pies, bajo nuestros pies.