Antón García Fernández |
Desde moi pequeno, Antón García Fernández comezou a amar a
literatura e a saborear a música dun xeito moi especial.
Na súa casa, segundo me
conta Antón, a súa nai líalles a el e á súa irmá, Noa, contos todas as noites. A poesía dicíase en voz alta naquela
casa e chegou a recitarlle a Rafael
Alberti Si mi voz muriera en tierra por teléfono.
O seu pai tiña sempre o
lector de discos en funcionamento e Antón
escoitaba de todo. A música clásica representada en Beethoven (a quen tanto ama o seu pai) pero que abranguía a moitos
outros compositores. Bob Dylan e os
Beatles eran algo fundamental, pero tamén o blues, o pop e o rock escoitaba con deleite o neno ben
cativo. Tamén Serrat, Labordeta, Paco
Ibáñez e tantos outros estaban a miúdo xirando ao seu redor.
Antón
García Fernández comezou a centrarse no country. No country de calidade. E, dado o seu interese polos idiomas, foi
aprendendo inglés coas voces dos grandes deste xénero: George Jones, Waylon Jennings, Willie Nelson, Hank Williams, Jim
Reeves, Johnny Cash e tantos outros. Levaba a música moi dentro. E, ao
revés dos demais mozos da súa idade, el ía entrando noutros xéneros procurando
as raíces dos mesmos.Canto máis antigos, máis lle interesaban. Así comprendía
mellor a evolución da música de calidade. Beatlémano empedernido, amante de Elvis Presley, gran coñecedor do blues
e do country, interesado en Bing Crosby,
entendido en Jerry Lee Lewis, hoxe é un verdadeiro
especialista en jazz. E segue buscando
nas orixes desta música marabillosa, aínda que non desbota a ninguén que aporte
algo ao xénero.
Profesor da Universidad
de Tennessee en Martin (USA), investigador e docente, crítico de libros
cervantinos e demais, especialista na picaresca, Antón García Fernández está escoitando
música decote e, sempre que pode, pérdese polas tendas de discos a buscar xoias
que a el lle interesen.
Cando falei con el a
través do Skype, tiña a súa filla de
dous meses e medio no colo. Unha meniña ben bonita, por certo. Conversamos ben tempo e demostroume un gran
coñecemento de todo o que falamos, unha amabilidade exquisita e un humor moi
intelixente. Nótase que ama o que fai e que é moi honesto. E tanto saía o cine,
como a literatura, a música ou as características das universidades americanas,
razón pola que o chamei.
Non sabía eu que
chegara á Universidade de Vanderbilt en Nashville e que, desde a emisora
universitaria, con vinte anos, facía un dos programas máis escoitados e
respectados do estado sobre a música country.
Incrible que un mozo galego engaiolase os ouvintes no berce do country:
Nashville!!!
E contábame todo isto
con naturalidade. Moito gocei con esta conversa. Conversa que mantiven por
motivos persoais e informativos sobre posibles saídas para min ao estranxeiro.
Así que para introducir
o fermoso texto de Antón García
Fernández, Camino a Avalon, pura literatura co blues
como leitmotiv, estou encantada de contar estas cousas da miña conversa cunha
persoa realmente excepcional, a quen admiro moito.
UXÍA ESTÉVEZ
El hombre había bajado del tren
con la sensación de no saber muy bien dónde se encontraba. La pequeña estación,
casi desierta, parecía sacada de otro tiempo, de otro espacio. Había llegado a
pensar que se había equivocado de lugar, o bien que ese pueblo cuya identidad
había desentrañado en sus largas tardes de investigación entre viejos recortes
de periódico, algún que otro libro y unos pocos discos parcialmente rayados, no
existía en la realidad exterior a sus pesquisas eruditas.
En un banco había visto a un
lugareño sentado con un bastón apoyado a su lado y un cigarrillo casi consumido
colgándole de los labios. Había dudado si acercarse a él o no.
-Ése es el camino que va a
Avalon—le había dicho, con una voz tosca, sin quitarse el cigarrillo de la
boca. Y probablemente había visto el asombro en la mirada del recién llegado,
pues había añadido:
—Está a unas cinco millas.
¿Cómo había adivinado su
destino? Le pareció algo casi sobrenatural. El hombre que había llegado en el
tren dudó unos instantes, pero al final le hizo caso. En esta aventura
personal, estaba claro, había algo de mágico y de fantasmal. Hizo un gesto de
agradecimiento en dirección al banco y, sin más, siguió la dirección señalada.
El hombre viajaba ligero, con
una maleta en la que casi no tenía nada, y por tanto había decidido ir a pie.
Había pensado que, de esa manera, quizá sería más fácil encontrar la granja a
la que se dirigía. Había emprendido la marcha por un camino sin asfalto que
serpenteaba por entre blancos campos de algodón que contrastaban con el oscuro
barro del camino. Cuando el hombre pensaba que se había perdido y que jamás
encontraría aquella granja que tal vez ya no existía, había visto ante sí una
cancela que estaba entreabierta y, al fondo, una pequeña casa de madera
desvencijada que parecía deshabitada.
El hombre estaba ahora delante
de la puerta, dudando si debía llamar o no. Sus dudas se disiparon al notar que
la puerta no estaba cerrada con llave. La empujó suavemente y entró en la casa.
Sin duda, alguien vivía allí, pues había platos sobre la mesa de la cocina y
una camisa deshilachada descansaba sobre una vieja mecedora de madera. La tenue
luz del día que entraba por una ventana era la única iluminación disponible.
El hombre sonrió al descubrir a
su derecha una guitarra medio escondida tras la puerta. Sin duda había llegado
a su destino, pero ¿por qué estaba desierta la casa? ¿Habría llegado demasiado
tarde? ¿Habría desaparecido ya esa voz dulce y familiar que tantas veces había
escuchado en aquellos discos de pizarra que eran para él como tesoros? ¿No
volverían ya a sonar con limpieza y precisión las cuerdas de aquella guitarra?
La angustia que emanaba de sus
preguntas aún sin respuesta le impidió notar que alguien se le estaba acercando.
Únicamente se dio cuenta de que no estaba solo cuando sintió una mano áspera
que le tocaba el hombro.
—¿Quién es usted?—escuchó a su
espalda.
Se dio la vuelta con un
sobresalto y entonces lo vio. Era el mismo rostro arrugado, sencillo y amable
que había visto en las pocas fotografías que de aquel hombre había encontrado.
El tiempo había pasado—más de treinta años—pero no parecía haber pasado por
aquellas facciones y tampoco por aquella casa destartalada ni por aquella
granja perdida entre algodón. La pista encontrada en la letra de una de sus
canciones había dado finalmente su fruto: aquel músico cuya identidad había
rastreado sin éxito durante tantos años vivía, al margen del tiempo y del
espacio, en el pueblo de Avalon.
—Me llamo Tom—acertó a decir, y
le pareció que su voz y sus palabras no salían de su garganta.
—Yo soy John Hurt—escuchó en
respuesta, y casi no vio aquella mano delgada y arrugada que le tendía el dueño
de aquella voz.—Le doy la bienvenida a mi hogar.
ANTÓN GARCÍA FERNÁNDEZ