Mstislav Rostropovich |
Escritos cun certo humor, algo innato na personalidade de Javier, cun chisco de ironía e cunha claridade expositiva moi evidente, estes textos convértense en pequenos concertos que fan as delicias dos nosos seguidores.
Os intérpretes están moi ben escollidos. Todos eles nos enchen de poesía cando se enfrontan aos seus instrumentos. A voz grave de Ramey é poesía. As mans, mesmo con luvas, de Glenn Gould sobre as teclas do piano crean estrofas, sen dúbida, e o arco acariñando as cordas do violoncelo de Rostropovich deixan no ambiente os máis belidos poemas para que nos emocionemos.
Javier Golvano |
Unha vez máis, amigo,
moitas grazas por obsequiarnos e achegarnos á poesía que posúen os grandes
músicos e compositores de todos os tempos.
MSTISLAV ROSTROPOVICH, EL CALIDO CHELISTA QUE SURGIO DEL FRIO
“Una nota, como
el átomo, es parte de un todo que debe fluir en orden”
“El luthier de
Delf”- Ramón Andrés
Mstislav Rostropovich, el que con acuerdo
bastante generalizado, ha sido considerado el violonchelista más representativo
de la segunda mitad del siglo XX- de modo similar a lo que ocurrió en su primera mitad con Pau
Casals- nació en Bakú (Azerbayán), donde por entonces estaba establecida su
familia, en la primavera de 1927.
Su madre era una pianista con talento y su
padre, violonchelista, había sido incluso alumno de Pau Casals, por lo que,
como pueden imaginar, al pobre “Slava” le empezaron pronto las extraescolares-
ya saben, esas horas que los padres organizamos pensando en el futuro de
nuestros hijos y en que sigan “recogidos” tras el horario escolar-. Su madre lo
cogió tiernecito y comenzaron con el
piano para algún año después pasar a estar bajo la tutela del padre e iniciar
el estudio del chelo.
Con Prokofiev |
Hay que suponer que la música se le daba
bien- como era de esperar con progenitores tales- pues con 16 años, a finales
de la II Guerra Mundial, sigue sus estudios en el Conservatorio de Moscú, donde
fue alumno, entre otros, de Shostakovich y Prokofiev. Con el primero de ellos
iría fraguando una relación cada vez más estrecha –estrenaría más adelante, por
ejemplo, sus dos conciertos para chelo- y, según Solomon Volkoff en su libro
“Testimonio: las memorias de Shostakovich” en los dos últimos decenios de la vida
de éste sería el más íntimo amigo del compositor y el músico más cercano a él
tras las desavenencias del compositor con Mravinsky, el legendario director de
la Filarmónica de Leningrado, surgidas antes del estreno de su décimo tercera
sinfonía que acabaría no siendo estrenada por el director citado, tantas veces
responsable de los estrenos de sinfonías anteriores.
Concierto cello nº
1 Shostakovich
A partir de 1950 empezaría ya en serio su
carrera como solista y, unos años más tarde, la de director. Con posterioridad
fue también nombrado profesor del Conservatorio de Leningrado y más adelante,
en algún momento, por sus clases pasaría gente como la prematuramente
desaparecida chelista inglesa Jacqueline Du Pré – si tienen ocasión no se
pierdan su versión del concierto para chelo de Elgar dirigida por Sir John
Barbirolli- o Misha Maisky.
Fechas importantes en su carrera de
concertista serían sus triunfos en los concursos internacionales de Praga y
Budapest en los años 1947, 1949 y 1950, su debut en Occidente en 1963 en Lieja,
bajo la dirección del gran maestro soviético Kirill Kondrashin, y su debut el
año siguiente en Alemania del Oeste.
En 1967 debutaría en el teatro Bolshoi de
Moscú como director con “Eugene Onegin”, la ópera capital de Tchaikovsky, cuyo
papel femenino principal, el de Tatiana, sería uno de los más importantes y
significativos en la carrera de la que sería su esposa, la “prima donna” del
Bolshoi Galina Vishnevskaia. La referencia de esta ópera en versión
discográfica cuenta con ella en dicho papel bajo la dirección de Boris Jaikin
al frente de las huestes del Bolshoi, en versión que hace unos años fue
distribuida en un coleccionable del diario El Pais; se lo indico por si lo
tienen en casa sin ser conscientes de ello.
El repertorio de Rostropovich abarcaría el
periodo clásico, con los conciertos para
cello de Haydn y Boccherini, pasando por Schuman y Dvorak, hasta las obras de
Tchaikovsky y Strauss, así como la correspondiente música de cámara donde hizo
registros importantes de las suites de Bach, los tríos para chelo y piano de
Beethoven acompañado por Sviatoslav Richter; el doble concierto de Bramhs con
Oistrach o el triple concierto de Beethoven del que también hay una excelente
referencia discográfica con Karajan, la Filarmónica de Berlín y la- y perdonen
la irreverencia en un estado ateo como la U.R.S.S.- “Santísima Trinidad” de la
interpretación soviética en los años finales del stalinismo y posteriores, es
decir: David Oistrach al violín- “El Rey David” para sus seguidores por su
ascendencia judía y por ser considerado el rey de los violinistas-, Sviatoslav
Richter al piano- cuando el otro gran pianista soviético Emil Gilels dio por
primera vez recitales en occidente, al ver encantadas a sus audiencias, les
comentó: “Pues prepárense para cuando venga Ritcher”- y nuestro Slava
Rostropovich al chelo.
Mentar al anterior trío a los amantes de la
música, ya no digo si son “algo rojillos”, es como mentar a los amantes del
fútbol a la delantera del Brasil del 70 ¿se acuerdan?, si esa: Jairzinho,
Gerson, Tostao, O Rei Pelé y Rivelinho,
o siguiendo con el color rojo y si ustedes son de por aquí, a la saga de
los Casillas, Xavi y “dulce” Iniesta, el repartidor de caramelos que diría
Rikjaard.
Siguiendo con el repertorio de nuestro
protagonista hay que decir que también estuvo totalmente volcado en y alentó a la música de su tiempo solicitando
o habiéndosele dedicado más de sesenta obras. Hemos comentado con anterioridad
los estrenos de conciertos de Shostakovich. También estrenó en los cincuenta la
Sinfonía Concertante de Prokofiev. En
los sesenta, tras su paso por occidente, estrenaría la Sonata para chelo y
piano y las Sonatas para chelo de su amigo Benjamín Britten.
Estrenó, y muchas veces fueron encargo
suyo, obras y conciertos para chelo de Henri Dutilleux y Witold Lutoslawski-
hay un excelente disco de EMI que recoge estos dos conciertos con Orq. De París
y Serge Baudo al frente de la misma-, Olivier Messiaen, Krzysztof Penderezki-
Dios mío, la de consonantes que pueden caber en un nombre o apellido polaco
entre dos vocales- les ruego que perdonen la grafía, probablemente incorrecta,
pero es que con estos polacos a uno siempre la falta o le sobra, o está
desajustada alguna consonante- Alfred Schnittke, Rodion Schedrin, Cristobal
Halffter, Xenakis, Berio, etc….. Y no
sólo como chelista, como director estrenó también obras de algunos de ellos como
“Novelette” de Lutowslawki- otra vez la pesadilla de un apellido polaco- o
“Timbre, Espace, Mouvement”" de Dutilleux. Todavía en el dos mil
estrenaría el “Sexteto” de Pendereki con, de nuevo, “cuerdas” exsoviéticas,
aunque ya más jóvenes como el viola Yuri Bashmet y el violinista báltico Julian
Rachlin. Como pueden ver nunca tuvo miedo de que los jóvenes le hicieran
sombra.
Además, fue un hombre de su tiempo. Dejemos
expresarse sobre ello a Shostakovich: “Toque lo que toque, Bach o Hindemith,
oímos siempre la expresión intensa del tiempo que vivimos, sus interpretaciones
son siempre las de un hombre de hoy”.
Un hombre de hoy, valiente y asentado en
sus valores y creencias, como veremos en su trayectoria pública, pero que
también podía ser conciliador y diplomático cuando tocaba serlo. Le cuenta el
propio Shostakovich a Volkoff en “Testimonio”, como Rostropovich iba a estrenar
un concierto-rapsodia para chelo de Katchaturian en el que encontraba algunas
cosas mejorables, pero siendo Katchaturian algo quisquilloso la cosa no era
fácil de abordar, así que, según Shostakovich, Rostropovich fue a ver a
Katchaturian y se lo planteó del siguiente modo: “Ha escrito usted una obra
maravillosa, una obra de oro. Pero algunas partes son de plata y habría que
dorarlas un poco” y Katchaturian aceptó la crítica y los cambios propuestos. La
anécdota la termina Shostakovich, y uno le advierte la sonrisilla maliciosa en
el rostro, indicándole a Volkoff: “yo
hubiera podido intentar convencer a Katchaturian de los cambios, pero claro, yo
no tengo el don poético de Rostropovich”.
En lo referente a su figura pública en la
URSS y su evolución posterior, hay que entender que Rostropovich, como muchos
de los grandes compositores e intérpretes citados, era una figura muy
reconocida en su país y un personaje de primer nivel en la propaganda del
régimen soviético en el exterior, sobre todo tras la muerte de Stalin, con sus
viajes y conciertos por occidente.
Recibiría el premio Stalin en 1951 y el
premio Lenin, el máximo galardón soviético, en 1963 aunque, como muchos de los
artistas citados, sentiría siempre desde el poder ese doble lenguaje del palo y
la zanahoria que acabaría con los nervios de muchos de ellos, siendo
Shostakovich el más representativo y el ejemplo más notorio y visible,
referencia y muestra para todos los demás.
Todo lo anterior no le impidió distanciarse a veces de la línea
oficial, trayectoria que ya tendría un primer momento significativo en 1948
cuando dejó el Conservatorio en solidaridad con Shostakovich al ser acusado
éste de “formalista” – la acusación estandar para enemigos del régimen o
elementos díscolos a disciplinar - por el diario Pravda, en maniobra claramente
instigada por Stalin tras el estreno de la
ópera “Lady Macbeth del distrito de Mtsensk”, que al parecer no era
del agrado del dictador.
En 1970 defendió públicamente a Alexander
Solzhenitsyn en una carta publicada en el diario Pravda y empezarían para él
los problemas serios en la URSS donde se
le impidió dar conciertos y salir del país hasta 1974, momento en que
abandonaría con su esposa la URSS. Con posterioridad en 1978 se le retiraría la
nacionalidad soviética.
En ese periodo sería nombrado en 1977
director de la Orq. Sinfónica Nacional de Washington, donde sustituyó al
húngaro Antal Dorati, y al frente de la cual estaría diecisiete años, y se hizo
también cargo desde ese año de la dirección artística del Festival de
Aldeburgh, el festival fundado y dirigido hasta su muerte por Benjamin Britten,
autor de cuyo “Requiem de Guerra” haría una grabación discográfica con Peter Pears,
Dietrich Fischer-Dieskau y su esposa que, prevista con anterioridad, hubo de
posponerse desde los años en que tuvo prohibida su salida de la URSS.
También realizaría por esos años, para la
casa EMI una grabación en la que dirigiría la ópera más significativa de su
amigo Shostakovich “Lady Macbeth del Distrito de Mentsk” y en cuyo reparto el
papel protagonista lo cantaba su mujer.
En los años 90, ya con Gorbachov, volvería
a su patria invitado por éste y lo haría dando unos conciertos con la Orquesta
Nacional de Washington. Años después, siguiendo su línea de activista y
luchador por la libertad y los derechos humanos, tomaría un avión y se
plantaría en Moscú para apoyar a Yeltsin cuando las fuerzas reaccionarias de la
antigua URSS intentaron el golpe contra Gorbachov.
Finalmente moriría en Moscú en la primavera
de 2007 ya totalmente rehabilitado en la Rusia actual.
Como hemos indicado, Rostropovich
interpretaba un amplio repertorio, pero en la memoria de muchos –entre los que
me encuentro como pronto entenderán- siempre estará, y en cierto modo era su
tarjeta de presentación, el concierto para chelo de Dvorak, ese concierto
maravilloso que cuando Brahms lo oyó por primera vez, comentan que manifestó:
“Nunca pensé que se pudiera componer un concierto así para violonchelo, de
haberlo sabido yo mismo lo hubiera escrito”.
Rostropovich, por su relación con la Reina
Sofía, apareció por España con relativa frecuencia en las décadas de los
ochenta y noventa. En los primeros ochenta y no sé si con motivo del Mundial
del 82 o con alguna época de fastos alentada por el Gobierno, ofreció
conciertos en algunas ciudades más, aparte de Madrid y Barcelona, entre ellas
en Bilbao, a donde vino para interpretar el concierto de Dvorak acompañado por
la Sinfónica de Bilbao, que por entonces estaba en fase de reorganización, como
tantas cosas en este país en aquellos tiempos.
Rostropovich era para nosotros uno de esos
nombres míticos de músicos a los que nunca esperaríamos oír en directo, de los
que actuaban en los famosos recintos y salas de conciertos de las grandes
ciudades y que sólo por casualidad o por vaya usted a saber que azar podían
pasar por ciudades como la nuestra, en ocasiones en las que, de programarse un
concierto suyo no habría que perdérselo por nada del mundo.
Me recuerdo en la cola para sacar la
entrada entablando conversación con un melómano de más edad, más posibles y más
conocimientos que los míos, que me explicaba como quería volver a oír a
Rostrovovich el concierto de Dvorak y en Bilbao, cosa que tampoco él hubiera
esperado que ocurriera, pues se lo había oído unos años antes en Londres y
desde entonces no se lo había querido oír a nadie más en directo.
Bueno, cuando uno oye estas “tonterías” de
melómanos, por muy buena opinión que uno tenga sobre el intérprete, la obra, el
compositor o lo que sea, suele pensar en lo exagerados que son los “seguidores”
del arte y lo dispuestos que están a dejarse deslumbrar; aceptan cualquier cosa
antes de admitir la decepción de que sus expectativas no hayan sido colmadas,
pero hay algunas pocas veces en las que uno asiste al concierto y se da cuenta
de que la “tontería” no sólo no lo era sino que aún se quedó corta la
valoración previa.
Después de oír el Dvorak de Rostropovich yo
entendí que es muy normal que uno no se lo quiera oír a nadie más. Si uno
escucha la música de las esferas celestes, la tendencia humana es a seguir
oyéndola mientras pueda y no a cambiar de galaxia.
Rostropovich- entonces en su madurez- era,
para empezar, una fuerza de la naturaleza. Le oías tocar y daba la sensación de
que él solo podía tocar el concierto entero, la parte de la orquesta incluida,
llevar la dirección de la obra y lo que ustedes quieran. Allí había un solo
foco en el escenario que como los agujeros negros- pero en brillante- subsumía
en él toda la energía y, además – al contrario que los agujeros negros-
devolvía esa energía aumentada a todos los demás.
Su articulación era prodigiosa, no hacía
falta saber música o conocer la partitura para entender con qué nitidez se
tocaban cada una de las notas; su dinámica era muy amplia, con unos fuertes muy
poderosos y unos pianos que le recordaban a uno esos “filados” de la Caballé,
donde uno sigue oyendo no se sabe si por resonancia o sugestión, un sonido que
ya ha concluido pero que uno interiormente aún lo siente y lo escucha. El uso
del vibrato, muy expresivo, acentuaba cada frase, ligando todas ellas en una
continuidad que parecía lo más natural del mundo.
Concierto Dvorak
(versión Rusia años 60)
concierto
Dvorak (años 9
Los grandes intérpretes en las obras que
dominan y que, tras haberlas estudiado y analizado han hecho suyas, cogen al
auditorio desde la primera nota y lo ponen en trance, pendiente de ellos, como
en las culturas orales los grandes narradores nos enganchan con su historia, no
sólo con lo que nos cuentan - o les
oímos tocar- , sino con el cómo lo hacen. Oímos como a cada frase le dan su
importancia y su significado acentuando las palabras clave, suspendiendo
nuestro ánimo en el momento que corresponde, acelerándonos el corazón o reteniéndolo,
para que sintamos y vivamos todas las peripecias hasta el climax y el fin de la
historia narrada o la obra escuchada. Todo parece tener un sentido único y
nosotros lo hemos vivido, disfrutándolo o sufriéndolo, pero habiéndolo
experimentado.
A partir de esta experiencia bastará un
pequeño elemento- el inicio de una frase musical, unas notas- para que vuelva a
nuestra memoria el recuerdo de aquel momento, un recuerdo “falso” pero mejor,
porque la memoria, que es selectiva, nos expurga el recuerdo de los posibles
defectos que tal vez ni advertimos en el momento en que se produjeron.
Decía Bergamín en su “Música callada del
toreo”, comentando la faena de un matador que creo recordar era Rafael de
Paula, que “a cada pase que daba se nos saltaban las lágrimas”. No encuentro
frase más adecuada para describir a Rostropovich tocando su violonchelo: “A
cada frase que toca, se nos saltan las lágrimas”. No olvidemos que el llanto es
la expresión más trascendentemente humana.
Lloramos en los momentos de máxima desdicha pero también en los de máxima
felicidad, en los de máxima impotencia pero también cuando las cosas salen bien
y se cumplen nuestros deseos a poco humilde que uno sea.
Y ya para ir terminando volvemos a retomar
la parte “humanista” de nuestro intérprete. Decía Mark Twain que: “De joven era
capaz de recordar cualquier cosa, le hubiera sucedido o no”, y a los melómanos,
que son gente dada a las ensoñaciones de sucesos, también les gusta
recordarlos, les hayan sucedido o no, y uno de los modos en que se les ofrece
la oportunidad suele ser preguntándoles: “De haber podido estar allí ¿qué
suceso musical le hubiera gustado contemplar”.
Cualquier melómano que se precie tiene una
lista interminable de acontecimientos para responder a esa pregunta: Unos
hubieran querido oír a Bach al órgano en Leipzig, otros a la Callas en “Norma”
atacando el “Casta Diva” en la Scala, otros hubieran preferido estar en el
estreno de la “Consagración de la Primavera” de Stravinsky con su
correspondiente bronca, otros….lo que ustedes quieran. Yo ahora les voy a
comentar un “suceso musical y algo más” al que me hubiera gustado asistir.
Estamos en Londres el 21 de Agosto de 1968.
Rostropovich está anunciado para tocar el concierto de Dvorak con la Orquesta
Sinfónica del Estado Soviético y con su titular Evgeny Svetlanov al frente de
la misma. Al margen de las orquestas del Bolshoi y del Mariinsky – entonces
Kirov-, y junto con la Filarmónica de
Leningrado, la mejor orquesta soviética. Con toda seguridad todas las entradas
están vendidas con antelación pues hasta en Londres con esos intérpretes ése es
un acontecimiento que no hay que perderse.
Ese mismo día ha empezado la invasión rusa
de Checoslovaquia. Las cañas se han vuelto lanzas y el público abronca a los
músicos rusos echándoles en cara esa invasión y, como se pueden imaginar,
acusándoles y tildándoles de todo. El concierto está a punto de suspenderse y
es entonces cuando Mstislav Rostropovich se dirige al auditorio y les calma
diciéndoles como él también comparte ese sentimiento y como lo único que tienen
ellos, como músicos, para demostrarlo es su música.
Calmada la situación atacan el concierto de
Dvorak y la interpretación es tan intensa que al término del mismo el público
despedirá a los músicos con el cariño de saber que todos comparten el mismo
sentimiento en esos momentos tan duros en Checoslovaquia.
Todo ello
se lo relataba el propio Rostropovich hace unos años al periodista José
Luis Téllez en conversación mantenida con motivo de su presencia en Madrid para
dirigir en el Teatro Real la Lady Macbeth de Shostakovich.
Estas cosas sólo puede lograrlas la música
y a mí, ese día, me hubiera gustado estar en Londres en ese
concierto.
Por cierto, la propina del mismo fue la
“zarabanda” de la suite nº 2 para cello de Bach.
JAVIER GOLVANO