lunes, 24 de septiembre de 2018

A LUZ DAS PALABRAS (70) Beatriz Giménez de Ory




Unha honra para Versos e aloumiños que unha persoa tan encantadora e dun nivel literario 

tan alto poida prender a luz das palabras do noso blog-revista.
     
     Beatriz Giménez de Ory é unha muller, -licenciada en Filoloxía Hispánica e  docente- apaixonada pola literatura. E, sendo así, non nos estraña ese amor pola poesía e pola LIX en xeral.  
     É a súa unha poesía intelixente e lúdica, unha mostra de como se debe escribir para os pequenos dende o agarimo e o respecto. Poesía sen concesións infantilizantes, melindrosas, baseada no uso eficaz da palabra, na musicalidade, nos xogos literarios, na rima, na métrica e no optimismo tinguido de humor.
 

     Dende que lin o seu primeiro poemario, Los versos del niño tonto (III Premio Internacional Ciudad de Orihuela de poesía para niños) quedei namorado da súa concepción poética. Pasou a ser unha das miñas poetas preferidas. Alguén a seguir. E despois, Canciones de Garciniño (Premio Luna de Aire), Bululú ou Para ser pirata, entre outros.


     De aí que fose sempre un desexo que Beatriz nos deixase a súa luz poética neste espazo que intenta coidar a poesía sobre todas as cousas. E. por fin, o desexo cumpriuse. Nesta sección, que tanto coidamos en Versos e aloumiños, podedes ler e gozar da súa palabra, das súas razóns para escribir, dos seus obxectivos, das súas lembranzas. Un verdadeiro pracer tela aquí e poder gozar das súas reflexións.
     
     Só nos queda, pois, darlle as grazas e dicirlle que cada libro novo que sae da súa autoría é unha ledicia fonda para os que amamos a boa literatura.


 
Beatriz Giménez de Ory



Por qué escribo


                                                                                                    Beatriz Giménez de Ory


Tuve clarísimo desde pequeña que la ficción tenía un poder subyugante: veía cómo mis padres y mi hermana mayor pasaban horas embebidos con un libro en las manos. ¿Qué encontrarían ahí? Así que aprendí a leer muy pronto, para participar cuanto antes en el misterio.
Casi al mismo tiempo quise crear con las palabras. Como un niño delante del mar que no se contentara con mirar su grandeza, o los destellos de luz sobre las olas, sino que quisiera también bañarse en su frescura, bucear, inventarle sones nuevos.

     Mis primeras experiencias poéticas tuvieron lugar en el patio de  de mi colegio de monjas, donde solo había niñas. Cantábamos para saltar a la comba (por ejemplo, la terrorífica “Rey, rey, /cuántos años duraré/ soy pequeña y no lo sé”), o en dos filas enfrentadas (“soy capitán/ de un barco inglés/ y en cada puerto tengo una mujer”), o en  coro, o en parejas, dando  palmas (“una vieja-ja /mató un gato-to/ con la punta-ta del zapato to”.  Recuerdo aquellos juegos infantiles como momentos de puro gozo. Cantábamos las niñas en una lengua propia, que  nos integraba mágicamente en el club restringido, rítmico, ruidoso, cantarín de la infancia.

     Cuando tenía nueve años murió mi padre. Sus dos grandes pasiones habían sido  los animales y los libros. Nos habló con tanto amor de Colmillo Blanco, de El libro de las Tierras Vírgenes, de Tom Sawyer, de sus tebeos de Lassie y de Rintintín,  que aún siguen estando entre mis lecturas favoritas. Sucedieron años de profunda tristeza. Leer me ayudó muchísimo: cuando mi mundo perdió los contornos, los libros  siguieron  teniendo una forma rectangular reconfortante, y la medida ideal para mis manos. Eran escudos antirrealidad, eran ventanas a otros universos ordenados, amorosos, felices. Cabían en ellos mis compañeros de desventuras: Jane Eyre, los niños de Dickens,  las valientes Mujercitas; y también los  de aventuras: la niña Celia, Atreyu y Momo, Huckleberry Finn…
Ilustración de Patricia Valdivia (Los versos del ...)

     Entre los nueve y los doce años escribí relatos de niños solitarios que se encaramaban  a los árboles, y allí el viento les traía mensajes de sus padres muertos.

     En la adolescencia dejé atrás buena parte de la melancolía: había aventuras verdaderas en las que embarcarse, amigos de carne y hueso. Mi estancia durante un año en EEUU me proporcionó un regalo inmenso: una segunda lengua, que me esmeré en hablar correctamente. Leí en inglés a grandes autores.

     De vuelta a España, me licencié en Filología Hispánica. Aunque leía sobre todo novela, a los dieciocho años descubrí el Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz. Quedé profundamente conmovida por su belleza y su hondura, y desde entonces, para mí la mejor poesía es la que se asemeja a la de San Juan, la que expresa milagrosamente lo inefable, la que “todos mis sentidos suspendía”, la de Claudio Rodríguez en Don de la ebriedad, por poner otro ejemplo magistral. Descubrí otros grandísimos: Lorca, Plath, Blas de Otero, César Vallejo, José Hierro…


     Trabajé unos años como profesora de Inglés, y después obtuve plaza como profesora de Lengua y Literatura en Secundaria. Gracias a mis alumnos, recuperé lecturas de mi infancia y adolescencia y descubrí otras nuevas. Mientras tanto, escribía  a trompicones relatos, con tanta autoexigencia, tantos  bloqueos, que me paré a reflexionar: ¿Para qué escribo? Concluí que para recuperar la alegría que los libros me produjeron en la infancia, así que en aquel momento  decidí escribir como lo hacía de niña: sin prejuicios, por puro placer, sumergiéndome en el mar y en la vida.


Ilustración de Mariona Cabassa para o libro "Bululú"