lunes, 1 de abril de 2013

A luz das palabras (20): Lurdes López




Lurdes López

Conocerla fue un placer. Hablar con ella, algo maravilloso. Y hacerlo me llevó a recordar que mi regalo de Reyes favorito, cando tendría unos ocho años, fue un teatrillo de guiñol. A lo largo de toda mi vida me ha fascinado el guiñol. En mi infancia, el verano relucía más con la playa y con los muñecos de Maese Villarejo. Cuando llegaba Gorgorito, creo que en julio, al Auditorio del Parque de Castrelos, me sentía muy feliz. En aquella época, la verdad, no lo era mucho. Gorgorito me transportaba al mundo de la ilusión. A través de él, veía mi entorno de manera distinta.  Yo iba cada tarde con mi madre antes de fallecer, con mi tía, con los padres de algún amigo para disfrutar la función de mi héroe infantil favorito.Él luchaba a estacazos con la bruja Ciriaca y con el ogro, cuyo nombre no recuerdo, para salvar a Rosalinda, esa niña ingenua que era su amiga. Jamás olvidé sus aventuras. Nunca olvidé la canción del Té, chocolate y café. Ni  olvidé su estaca, con la que Gorgorito lanzaba por los aires a sus malvados enemigos. Era un espectáculo de interacción total. Gritábamos, avisábamos a nuestro héroe cuando algún peligro lo acechaba, contestábamos a sus preguntas, aplaudíamos cuando la bruja y el ogro volaban hacia mejor vida.Tengo que reconocer que el recuerdo de estos personajes me provoca una gran nostalgia.
Ya lo he dicho: me encantaba el guiñol. Yo tenía unos muñecos muy cutres, a los que daba vida detrás de una mesa.  Me lo pasaba en grande. Y un día llegó el teatrillo. Aquello fue puro embrujo. En su recuerdo guardé toda la magia y el placer que me dieron los muñecos. Creo que ellos me proporcionaron buena parte de su encanto para que mi vida estuviese más llena. El guiñol me curó ciertas heridas. 
Luego, llevé el guiñol al colegio. Los niños de los distintos cursos alucinaban al pasar por la clase, verdadero espacio mágico, en donde mis muñecos hechizaban a los críos y crías . También ellos se emocionaban, gritaban, avisaban y aplaudían en cada función.
Gorgorito
Decía al principio (¡vaya manera de enrollarme!) que conocerla fue un placer. Escuchar de  viva voz las andanzas, venturas y desventuras de una titiritera de verdad, me produjo una conmoción especial. Lurdes López es esa titiritera entrañable.  Es esa mujer a la que yo quiero tanto quien, con su compañero Juan Carlos, recorría muchos lugares. Juntos llevaban la alegría a esas gentes tan necesitadas de las historias que representaban. Lurdes es una mujer especial. Transmite cariño en cuanto la saludas.  Lurdes es una amante de todo proyecto creativo, del teatro, de la música, de la poesía, de las artes en general. Con el nombre de Titiritaina, Juan Carlos y Lurdes, Lurdes y Juan Carlos veían el mundo a través de sus muñecos. Esos muñecos, no lo olvidemos, que son algo más que material. Tienen su corazoncito y cambian las perspectivas de quienes los mueven y de los que gozosamente entran/ entramos en sus peripecias Por eso, Lurdes y Juan Carlos son como son. Personas encantadoras que saben de la transcendencia de que sus muñecos vivan, acerquen sus historias a las personas para hacerlas sonreír, emocionarse, agitar sus sentimientos , vibrar y que se sientan mucho mejor.
Aunque Titiritaina ya no exista físicamente, yo estoy seguro de que a Lurdes le siguen revoloteando las mariposas por su cuerpo, cuando piensa en aquellos tiempos. Eran años difíciles, con pocas comodidades, mas lo que ofrecían y lo que recibían compensaban el esfuerzo.
Simpática, alegre, honesta, mantuve en poco tiempo conversaciones muy profundas con ella y, por supuesto, con Juan. Y en cuanto salió el tema del guiñol, sus ojos brillaron de ilusión, de nostalgia y de esperanza por retomar algún día algo de todo aquello. Al decirle cómo mi padre encargó a un carpintero el teatrillo, cómo lo pintó a escondidas la misma  Noche de Reyes, cuánto sudó por miedo a que la pintura azul no secase, Lurdes quedó fuertemente conmovida. A mi padre le salió bien la aventura. El día 6 de enero, allí estaba, en el salón de mi casa, su obra maravillosa. Me emociono recordándolo. Yo era un niño y grité feliz.
Cantando la canción de la mujer barbuda
Luego, entre mis tías y mi abuela, hicieron las cortinas. Compramos algún muñeco más. Le pusimos un fondo con un paisaje. ¡La gloria!
Lurdes entiende todos estos sentimientos. Juan, también. Por ello, estás muy a gusto a su lado. Son una pareja de artistas en toda la acepción de la palabra. A Lurdes le dije que tenía mucho interés en ver sus muñecos. Ella sonrió encantada. Y lo haré algún día. No me cabe la menor duda. Es muy fácil sentirlos cerca. Lurdes y Juan acarician con su sonrisa sincera. Es la sonrisa que sus títeres dibujan en sus rostros. Yo pienso que desde los muñecos se aprende mucho de la vida. Se contemplan múltiples reacciones, se inventan pequeños espacios donde conviven el bien y el mal, la risa y el llanto, la lucha, el esfuerzo por sobrevivir. Títeres y titiriteros mezclan sus sensaciones y, en muchos casos, resulta muy difícil reconocerlos de manera independiente. Unos y otros saben que representan la vida misma. Con penas y alegrías. Con sorpresas y situaciones monótonas. Con sal  y pimienta. Con aventuras con un final feliz y otras que fracasan.  Afirmo que Lurdes lleva a sus muñecos dentro. No dudo, ni por un momento, de que nunca salieron de su corazón.  Por eso es un encanto de mujer.
Yo quería que contara por escrito retazos de su experiencia guiñolesca. Estoy convencido del enriquecimiento que sus palabras proporcionan a Versos e aloumiños. Me costó convencerla y por fin dio el paso. Escribió un texto sugestivo. Nos regaló unas líneas de enome interés, muy auténticas y llenas de emociones vividas.  Este es el papel que quiere asumir este blog tan poco convencional. Escritos como este, le dan su verdadero sentido.
Gracias, Lurdes. Tus palabras vuelven a introducirme en el guiñol de la vida. Esa vida que también ha de ser contada con muñecos, a los que queremos.
Igual que a ti. Igual que a Juan.
¡ Que se abran las cortinas, por favor, y que empiece la función!



Escaparate de una tienda en Lyon. (Foto de Susi)

 

     MIS AÑOS DE TITIRITERA
     Lurdes López

                                               
Me ha pedido Antonio que hable sobre mi experiencia como titiritera. Basta que me lo pida él para que me ponga manos a la obra, pero sé que me va a resultar muy difícil.

Durante algunos años he tenido el privilegio de dedicarme a ese maravilloso oficio. Fueron años en los que me pasaron tantas cosas que no sé cómo voy a convertir en palabras una parte de mi vida que, cuando echo la vista atrás, se me viene encima como una gran ola llena de emociones y sensaciones que se mezclan, se enredan y me inundan la memoria y el corazón.

Lo que sí sé es que me hace muy feliz recordar aquellos tiempos, aunque no tanto como cuando me tocó vivirlos.

No sé por dónde empezar.


Tal vez si en este momento se abriera la cortina de mi antiguo teatrillo se me ocurriría algo porque no me quedaría más remedio que empezar la función, así que voy a imaginar que la pantalla del ordenador es la ventana de aquel teatrillo. El público está esperando, la función debe comenzar. Allá voy.
 
El bufón y el caballero andante en escena
Nuestro grupo de títeres se llamaba “Titiritaina” y estaba formado por dos titiriteros: mi compañero Juan y yo.

Durante una etapa de nuestra vida protagonizamos una gran aventura que nos llevó de camino en camino, de pueblo en pueblo, de plaza en plaza, con nuestro teatrillo de guiñol a cuestas y la maleta llena de títeres, cuentos y canciones.
                                                                                                         
Sí, también canciones. Nuestros títeres siempre fueron muy cantarines.

El espectáculo empezaba siempre con una canción de bienvenida, que solía cantar un bufón o un juglar, con acompañamiento de guitarra y algún instrumento de percusión. En una de ellas se incluían estos versos:

                               ¡Atención, niños y niñas,
                               pájaros, perros y burros,
                               y también los más mayores,
                               seres que os llamáis adultos!
                               ¡Atención, mucha atención,
                               que atender no cuesta un duro,
                               atención porque comienza,
                               cuando cuente unos segundos,

                               “El cazador de elefantes”,
                               cinco, cuatro, tres, dos, uno...!
 
Escena de El cazador de Elefantes
Durante la representación, mientras unos títeres salían y otros entraban por la derecha o por la izquierda, las canciones también formaban parte del espectáculo. Cuando lo pienso, a veces no me salen las cuentas, no sé de dónde sacábamos tantas manos para mover un muñeco o dos, cambiar unos por otros y tocar a la vez la guitarra o una maraca.

La despedida del espectáculo la planteábamos como una especie de fin de fiesta. Salíamos del teatrillo acompañados por los títeres que habían intervenido y, acto seguido, algunos de ellos cantaban una canción, su canción, bailando sobre mi mano, mientras Juan tocaba la guitarra y les hacía la segunda voz.

De todos aquellos años lo que más recuerdo son las caras y las risas de los niños, sus voces desgañitándose cuando acechaba algún peligro sobre el escenario y el aplauso entusiasta y unánime de sus manitas en momentos claves del espectáculo, pero sobre todo recuerdo el gran cariño que nos mostraban al final de cada función, cuando se acercaban a la parte trasera del teatrillo con la intención de descubrir todos nuestros secretos, de hacernos mil preguntas, de ver de cerca y tocar los títeres y, con frecuencia, de regalarnos el calor de su abrazo.

Antes he dicho que el grupo “Titiritaina” lo formábamos dos titiriteros, pero la verdad es que no estábamos solos, contábamos con un amplio elenco de pequeños actores y actrices, la mayoría de ellos títeres de guiñol y algunos de varilla.

Citaré sólo a los más parlanchines: un bufón que estaba harto de hacer reír al rey, un juglar con laúd que cantaba los sucesos del lugar, un diablo rojo con cuernos y rabo, una bruja que no era hermosa pero tampoco era mala, una niña con las trenzas muy largas que perseguía mariposas por el bosque,
Cantando la canción de El Mago Cataplín
un cazador de elefantes que nunca había visto un elefante, un caballero andante armado con una cachiporra que a lomos de su brioso corcel iba al rescate de su dama, y el mago Cataplín, con su larga barba al viento, que conocía el mundo entero y dentro de su cucurucho guardaba todos los secretos. También, en las canciones finales, a veces nos acompañaba una mujer barbuda y un náufrago, también barbudo, al que perseguía un tiburón.

Siempre he pensado que los títeres no son muñecos, que son personajes mágicos que viven de verdad la vida que supuestamente representa el titiritero. Lo que no quiere decir que el papel del titiritero no tenga su importancia, a él le corresponde la tarea de despertar esa vida.

Los títeres son unos seres que saben con total exactitud cómo transmitir ideas, emociones, valores... Las palabras que salen de su boca hablan directamente al corazón de cualquier persona, sea niño o niña, joven o anciano, y tienen la capacidad de sembrar en quien las escucha un profundo amor por el teatro, por la poesía, por los cuentos, por las canciones.
                                                       
Tal vez la mejor manera de dar sentido a esta pequeña crónica de recuerdos y sentimientos relacionados con mi experiencia como titiritera sea volver atrás en el tiempo y compartir con vosotros algunos detalles, hasta ahora nunca revelados por escrito, que dan una idea de nuestro entusiasmo y de nuestro espíritu aventurero. En concreto, intentaré revivir algún episodio de la gira que realizamos por tierras almerienses en 1985.

Pero antes, para que pueda entenderse lo que viene a continuación como un relato de hechos reales, quiero hacer la advertencia de que en aquel entonces mi compañero Juan y yo éramos mucho más jóvenes. Y el mundo que giraba a nuestro alrededor también lo era.
Dueloo entre caballeros a estacazos

Fue una gira de once representaciones, cada una de ellas en un pueblo diferente de la provincia de Almería: de la costa, de la sierra o del desierto.

Hubiera sido muy práctico disponer de una furgoneta o de cualquier vehículo propio, pero no fue posible. Como ya he dicho, nosotros y el mundo éramos todavía muy jóvenes.

Tuvimos por tanto que poner a prueba las bondades del transporte público de la época. En tren desde Madrid a Almería y desde Almería en autobús a cada uno de los pueblos. Y cuando por la distancia no nos compensaba regresar a Almería antes de viajar al siguiente pueblo, a veces viajábamos en autobús, a veces en autoestop y, en una ocasión, en un “land rover” de la guardia civil.

Antes dije que sólo éramos dos titiriteros, pero que nos acompañaba una amplia y variopinta compañía de títeres. Pues aún no estamos todos. Me falta decir que iban con nosotros nuestros dos hijos mayores, Jorge y Nélida, entonces de siete y cinco años, que es verdad que no tenían más remedio que ir donde les llevásemos, pero que, a pesar de haber visto la función infinidad de veces, seguían siendo desde la primera fila nuestros espectadores más fieles y entusiastas.

Se ha hablado mucho del baúl de la Piquer y por tanto no seré yo quien ponga en entredicho su récord absoluto en el apartado de grandes bártulos y cargamentos de la historia del espectáculo. Sólo quiero decir que la relación de los bultos que formaban parte de nuestro equipaje era la siguiente:

-         Dos maletas, auténticos maletones llenos de títeres, los pobres, donde esperaban su oportunidad como piojos en costura.
-         El teatrillo desmontable, de hierro, una imaginativa estructura que diseñamos nosotros y que nos construyó con una ceja levantada un cerrajero del Rastro de Madrid, y que trasladábamos en dos partes: los hierros largos en una funda hecha con dos patas de pantalón vaquero y los hierros cortos en una vieja funda de escopeta, hecha de cuero, que nos regaló (la funda, no la escopeta) un amigo y que contribuía a que siempre nos recibieran en cada pueblo con un gran respeto.
-         Una guitarra en su correspondiente estuche.
-         Una bolsa con ropa.
-         Una bolsa con bocadillos, fruta, galletas y botella de agua (el colacao para los niños lo pedíamos en un bar).

Entiendo que, a la vista de esta relación, parezca increíble que alguien nos parase alguna vez cuando hacíamos autoestop, pero así fue. Ya he dicho que también el mundo era más joven, tan joven que parecía otro mundo.

No quiero terminar el relato deshilvanado de estos recuerdos sin aclarar que el ingrediente principal e indispensable para que los títeres cobrasen vida en nuestro teatrillo eran, más aún que nosotros, los habitantes de los pueblos, a veces aldeas,  que con tanta ilusión nos abrían sus brazos y a veces también sus casas.

Cuando pasábamos la noche en el mismo lugar en el que habíamos actuado, me emocionaba especialmente que, al salir por la mañana a la calle, la gente nos saludara, nos sonriese y nos parase para demostrarnos su afecto. Hay que tener en cuenta que, en ocasiones, asistía a la representación el pueblo entero.

Cantando la canción de El Caballero andante

 Me he centrado, tal vez demasiado, en estos recuerdos almerienses. La verdad es que fueron muchas vivencias y muy especiales, porque se juntaron muchas actuaciones en un corto período de tiempo, cosa que desgraciadamente no era habitual.


Pero podría haber hablado de otros momentos, de otras experiencias también inolvidables, de cuando actuábamos en centros culturales o en colegios o bajo un árbol de un parque, y sobre todo podría haber hablado, tanto o más que de Almería, de las dos ocasiones en que actuamos en el colegio (unos barracones prefabricados) del inmenso poblado chabolista de La Celsa, en las afueras de Madrid.

Allí los niños, todos de etnia gitana, nos recibieron al grito de “¡Ya están aquí los payasos!”.

Nunca he visto unas sonrisas más amplias. Pocas veces me han abrazado tan fuerte como aquellos niños y niñas me abrazaron.

Algún tiempo después de que dejásemos de actuar como grupo “Titiritaina”, tuve la gran suerte de seguir trabajando con niños en un colegio de educación especial. Naturalmente, también allí me acompañaron mis títeres y, una vez más, me demostraron que no habían perdido sus poderes mágicos iluminando la cara de unos niños y niñas que diariamente afrontaban con gran valentía una vida llena de obstáculos y dificultades.

De todo esto han pasado ya algunos años.

Desde la última función, los títeres permanecen dormidos como sardinas en lata dentro de un baúl. Pero afortunadamente para ellos, y sobre todo para mí, a veces tengo que abrir el baúl y rescatar a alguno de ellos.

Desde hace algún tiempo invitan de vez en cuando a mi compañero Juan a hablar de sus libros de poesía en algún colegio o en algún instituto, y desde que esto sucede, como también los títeres están muy presentes en sus versos, tengo la oportunidad de acompañarle en sus encuentros con los niños y adolescentes de esos centros y dejar que algún títere se desperece en mi mano y vuelva a cantar sus antiguas canciones.
                                                                        
Y ya acabo, Antonio, que no sé cómo he llegado hasta aquí y, una vez que le he cogido el hilo, no sé cuál es la mejor manera de acabar.

Si te parece bien, acabaré con la letra de la canción que cantábamos para despedirnos al final de cada representación.
 
Cantando la canción de El Cazador de Elefantes

LOS DOS TITIRITEROS

Somos dos titiriteros
y llevamos por los pueblos
mil historias en las manos
y en la suela un agujero.

Dentro de nuestra maleta
hay un mundo más pequeño
donde se pueden rozar
las estrellas con los dedos.

Colorado colorín,
la función llegó a su fin,
pero no será un final feliz
si vosotros no aplaudís,
si vosotros no aplaudís.

Nuestro oficio es intentar

darles vida a los muñecos,
hablar sólo con palabras
que se vayan con el viento.

Ojalá nos recordéis
y, aunque pase mucho tiempo,
preguntéis si volverán
estos dos titiriteros.

Colorado colorín…



Otro escaparate de Lyon. (Foto de Susi)