domingo, 6 de noviembre de 2016

A LUZ DAS PALABRAS (61) Rosa Huertas



Cando caeu nas miñas mans o libro  Mala luna pensei que, tras estas páxinas tan brillantes, se agochaba unha escritora de verdadeiro talento. Como amante da poesía (e de Miguel Hernández) a novela me entusiasmou. Prosa brillante, calor humana, trama suxestiva e moita, moita poesía.
     
     A autora era Rosa Huertas e non a coñecía. Corría o ano 2009 e decateime axiña de que estaba diante dunha persoa que ía dar moito que falar no panorama da LIX española.
 
Rosa Huertas
     Non me trabuquei. Pasaron sete anos e aí está. Unha referencia. Fun lendo todo o que ía saíndo e ficaba enfeitizado en cada libro que lía. Lembro Los héroes son mentira, El blog de Cyrano, Tuerto, maldito y enamorado, Sombras de la Plaza Mayor, Corazón de metal…
     Namoreime da súa literatura.
     E valorei as súas publicacións didácticas, as súas incursións na literatura popular, a súa paixón pola palabra escrita.


     Admiro esta muller polo seu amor pola literatura de calidade, pola xénese deses mundos creados que son para ela máis reais ca a vida cotiá, pola poesía que enche cada unha das novelas que escribe.
     Porque Rosa Huertas  non sabe vivir sen escribir, porque toca temas universais que rachan as liñas de idades, porque sabe que hai que darlles aos lectores obras que os axuden a medrar a través da calidade e o respecto cara a eles. Porque foxe do banal, do intranscendente para conmover a partir de historias que conmovan, que emocionen.
 
En Madrid con Alfredo G. Cerdá, Rosa Huertas e Mónica Rodríguez.
     Coñecela persoalmente resultoume dun pracer extraordinario. É afectiva, loitadora, apaixonada da literatura, agradable.

     Contaxia a ilusión que posúe e é unha muller encantadora. De aí que decidimos en Versos e aloumiños pedirlle un texto narrativo para esta sección. Ela, xenerosa coma sempre, accedeu, e este blog-revista ten a honra de publicado para que os seus innumerables lectores e lectoras gocen del.




                       HUELLAS DEL PASADO

                                                                                           
                                                                                                         ROSA  HUERTAS

Mi barrio es como un pueblo. El centro de Madrid no es más que un pueblo abigarrado de calles tortuosas cuya arteria principal, la calle Toledo, sube empinada hacia la Plaza Mayor sin dar tregua al paseante.
Plaza Mayor (Madrid)

Poco queda de aquel pasado esplendoroso, de los edificios de granito del Guadarrama, de los conventos que poblaban cada esquina, de los personajes ilustres que paseaban por las mismas calles que yo.

Gentes nuevas, llegadas de otros paisajes, se asoman a los balcones de las casas de ahora. Los autobuses han sustituido a los carromatos, aunque dudo que este Madrid luzca más limpio que aquella capital cuya mugre asustaba a propios y extraños. 
Puerta de Toledo (Madrid)

Subo la calle con esfuerzo. La Puerta de Toledo me mira con la boca abierta. Presume de estar rodeada de flores y de poseer un aspecto juvenil a pesar del par de siglos que arrastra. Casi nos ha hecho olvidar que está dedicada al monarca más nefasto, ruin y sanguinario que hay reinado en nuestro país. El nombre de Fernando VII aparece también en otro monumento del barrio, en la Fuentecilla: una fuente seca que antes abasteció de agua a los vecinos, a pesar de que siempre les pareció horrenda. ¿Qué bichos son estos? ¿Un lagarto con alas, un león con escamas? Son feas las estatuas, el tiempo ni siquiera les ha concedido la belleza de lo antiguo, pero sí les ha regalado cierto aire simpático: una rareza histórica enternecedora.

Por la calzada sube un tráfico infernal e imagino que hace cuatrocientos años el bullicio sería semejante. Los carros cargados con los productos del campo, que venían desde Toledo, entraban en Madrid por esta misma calle. Rufianes y ladronzuelos acechaban en cada esquina, había dinero fresco. Tabernas y posadas abrían sus puertas a los foráneos, igual que hoy proliferan los bares para turistas.

Compro unas uvas en la frutería de Mohamed y saludo a Toni, que aunque es chino tiene un nombre español. Ha logrado que su pequeño comercio se convierta en un almacén donde hay de todo. “¿Tienes pinzas de la ropa?” “Pasillo 18”. Pero no puedo negar que las tiendas que más me gustan son las que perviven en la calle desde hace un siglo o más. “Caramelos Paco” lleva vendiendo caramelos a los niños del barrio desde 1934 ¿Qué les vendería tres años después? ¿Habría caramelos en el Madrid sitiado de la Guerra Civil? Entro y compro una bolsita de caramelos de miel y limón, los mejores para suavizar la garganta los días que no paro de hablar, esos días en los que no escribo. Porque los días de escritura son silenciosos y solitarios, y cuando hablo sola mi voz suena extraña.

“Casa Vega” es la tienda del padre de Elisa, la protagonista de Tuerto, maldito y enamorado, y lo seguirá siendo porque ya no distingo bien la realidad de la ficción. Cuando paso, miro los balcones del primer piso, donde veo unas hermosas macetas de geranios y donde imagino a Elisa estudiando cada tarde. Su padre sale fuera a fumar un pitillo, no es capaz de dejar esa adicción, le veo frente a mí y me dan ganas de acercarme a saludarlo, aunque él no me conozca y yo crea que se llama Paco.  Un anciano pasa por mi lado y se dirige al padre de Elisa, escucho como lo llama por su nombre: “Hola, Julián ¿Qué tal estás?” Me dan ganas de decirle que se equivoca, que el padre de Elisa se llama Paco, pero me doy cuenta que estoy en este lado del espejo y ya no paseo por un mundo de ficción, como Alicia.
Vicente Aleixandre

Sigo caminando y mi pasos me llevan ante el Instituto San Isidro, el templo de la enseñanza madrileña. Entro por la puerta de granito, por la misma que franquearon Lope, Machado, Aleixandre, Cela, Juan de la Cierva, la reina Fabiola de Bélgica y miles de alumnos a lo largo de más de cuatrocientos años. ¿Qué quedará de todos ellos aquí dentro? Me miro los pies, sigo pisando sobre las huellas de aquellos que me precedieron, y comprendo que mi misión es atesorar y preservar su memoria.

Antes de entrar al claustro saludo a Germán, el conserje, que parece un personaje de novela pero es de verdad. En este barrio la realidad y la ficción se confunden. Tendré que incluir a Germán en alguna de mis novelas.
Claustro do Instituto San Isidro (Madrid)

El claustro me espera, silencioso y cargado de misterios. Si los fantasmas existieran se pasearían bajo esos arcos, rezando letanías en latín o repasando las lecciones en la lengua de los romanos.

Para alguien como yo, que ama la enseñanza, es fascinante pasear por un lugar donde se han dado clases a lo largo de más de cuatrocientos años. Un lugar donde siempre ha habido profesores, como yo, y alumnos como ellos, como quienes me miran cada mañana. Un lugar capaz de inspirar a escritores de todas las épocas, fascinante y sobrecogedor. Por eso sus piedras me llaman, y me hablan cuando me quedo callada.
Un rastro de vida, de historia y de verdad palpita bajo mis pies, bajo nuestros pies.