viernes, 23 de agosto de 2013

¿QUÉ TIENE QUE VER LA VIDA CON LOS LIBROS? Juan Carlos Martín Ramos




  Juan Carlos Martín Ramos es ya un clásico de nuestro Versos e aloumiños.


Con su palabra certera crea poemas de un fondo y una forma extraordinarios.

Ama profundamente la palabra y en este texto de hoy vais a comprenderlo, si aún no estabais seguros.

Juan Carlos es un gran lector y reflexiona mucho sobre lo que lee y lo que ocurre alrededor de la literatura y de la vida.

Juan Carlos Martín Ramos es un espejo en el que todos deberíamos mirarnos. Refleja amor por la poesía, por la narración, por la lectura, en general. Además de un gran respeto por el lector.

Sus textos emocionan y hacen pensar. Sus textos son un ejemplo de  lo que yo llamo "literatura inteligente".

Animaos a leer estas líneas, porque vais a gozar enormemente de su palabra y del valor de los cuentos.
Es un texto significativo y delicioso.

Ramón Gómez de la Serna


¿QUÉ TIENE QUE VER LA VIDA CON LOS LIBROS?
(se preguntaba Blas de Otero)


Hace ya mucho tiempo, leí en la biblioteca de mi colegio un cuento que me cambió la vida.

Me habían castigado sin salir al recreo, por eso estaba en la biblioteca, y he de reconocer que alguien había dejado el libro abierto sobre la mesa y que el cuento que encontré en una de sus páginas era muy breve. Por eso lo leí.

Era un cuento de Ramón Gómez de la Serna, el mismo que dijo eso de que “cuando por los altavoces anuncian que se ha perdido un niño, siempre pienso que soy yo”, y otras cosas por el estilo. Y os lo voy a contar.

Es un cuento que, desde entonces, no he vuelto a leer. Quiero decir con esto que lo que os voy a contar es lo que yo recuerdo de aquel cuento que leí hace ya tanto tiempo.

Igual que pasa con los cuentos tradicionales, que al ir de boca en boca van modificándose e incorporando nuevos detalles y peripecias, la insegura reconstrucción en mi memoria de aquel cuento presentará probablemente, por el paso de los años, algunas variaciones con respecto al cuento original. Pido disculpas por ello, pero os aseguro que en ningún momento su falta de literalidad traicionará la intención del autor ni el vuelo creativo de su alma literaria.

Aquel cuento que nunca he vuelto a leer estaba protagonizado por un ladrón que, un buen día, se enteró de que unos ricos marqueses acababan de iniciar un incierto viaje alrededor del mundo.

La noticia tenía su interés, porque en aquella época la idea de dar la vuelta al mundo estaba prácticamente reservada a la mente calenturienta de algún personaje de novela, pero lo que más le removió las entrañas de ladrón fue saber, por boca de un indiscreto mayordomo, que el señor marqués, antes de partir, había guardado cientos y cientos de billetes entre las páginas de los libros de su gran biblioteca, con la convicción de que así quedaban a buen recaudo, porque era poco probable que nadie tuviera nunca la tentación de abrir ningún libro.

Como era un ladrón de cuento, Gómez de la Serna no se preocupó de ponerle muchas dificultades sobre el papel para que entrase sin ser visto en la gran mansión de los marqueses y se relamiera de gusto ante el impresionante espectáculo de aquella biblioteca, una enorme sala repleta de libros de todos los tamaños, épocas, autores y ramas del saber, decorada con un juego de grandes espejos colgados en las paredes y enfrentados de tal forma que multiplicaban las estanterías hasta el infinito.

Dados sus escasos conocimientos de biblioteconomía, el ladrón decidió empezar la búsqueda de los billetes por el libro que estaba más a mano. Pero no tuvo suerte. Con gran nerviosismo hojeó, una tras otra, todas las páginas de aquel primer libro sin encontrar botín alguno. Tampoco lo encontró en el segundo, ni en el tercero, ni en el cuarto, pero ya en el quinto libro, al llegar a su última página,  pudo dar un salto de alegría ante el primer hallazgo, un billete de 50 pesetas camuflado entre unas tristes violetas disecadas.

Llegados a este punto, debo advertir que Gómez de la Serna tampoco aclaraba de qué manera el ladrón fue solventando, durante todo ese tiempo, las pequeñas exigencias de su ciclo vital y de su higiene personal, así que pasemos por alto estos detalles, por otro lado bastante desagradables, y sigamos adelante con la historia.

En un primer momento, el ladrón hojeaba los libros con absoluta profesionalidad. Tenía claro su objetivo y sabía qué técnica utilizar para conseguirlo. Pero el tiempo pasaba lento y la búsqueda era cada vez más monótona y cansina, así que no pudo evitar un fugaz momento de debilidad y entretenerse durante unos segundos observando un pequeño dibujo que llamó su atención desde la esquina de la página de un libro.
Sí, sí, es Juan Carlos subido a un olivo

Se sobrepuso inmediatamente, pero, varios libros después, una fotografía en blanco y negro volvió a llamar su atención, y esta vez tanto le interesó la imagen que, además, leyó el pie de foto. Pero él siguió adelante, sin desfallecer. Páginas y páginas pasaron ante  sus ojos sin pena ni gloria hasta que, de pronto, una ilustración a todo color le sedujo de tal manera que además de clavar su mirada en el breve texto explicativo que la acompañaba, leyó de cabo a rabo toda la página.

Más adelante, varias palabras de gran tamaño introducían un capítulo que parecía hablar del mismo tema, y se lo leyó de principio a fin. Y así fue deteniéndose cada vez más tiempo y cada vez con más frecuencia ante las páginas de cualquier libro, hasta que por fin leyó un libro entero. Y después otro. Y luego otro. Y otro. Y otro más.

Tantos libros leyó, tantas cosas aprendió, por tantas cosas se interesó, que el ladrón de nuestro cuento, que aquí llega a su fin, decidió dejar de ser ladrón y, colorín colorado, presentarse a unas oposiciones.

El cuento, como veis, tiene moraleja, y a mí nunca me han gustado las moralejas. Pero la verdad es que desde entonces ya no fue necesario que me castigasen sin recreo para volver a la biblioteca. La lectura de aquel cuento me llevó a leer otro cuento del mismo libro. Y después, la lectura de aquel libro me llevó a otro libro, y ese a otro, y luego a otro, y a otro, y a otro más.

Y así fui creciendo y haciendo mi camino de lector. Un camino que llegaba mucho más lejos de lo que yo entonces podía imaginar. Un camino donde nunca encontré ningún billete, pero sí innumerables e inesperados tesoros.

Debo confesar que, aunque el ladrón del cuento dejó de ser ladrón gracias a los libros, en mi caso, no por aficionarme a la lectura dejé de romper con el balón los cristales del colegio ni de dibujar por las paredes la caricatura irreverente de algunos profesores.

Así que tal vez he exagerado, tal vez me he dejado arrastrar por el río desbocado de la imaginación al decir que la lectura de aquel cuento me cambió la vida. Pero de lo que sí estoy seguro es de que, aunque los libros no metieron en cintura el lado más gamberro de aquel niño que yo era entonces, de no haber maquinado el azar aquel encuentro íntimo y placentero con un libro abierto, ahora, posiblemente, no sería la misma persona.



                                                                                                                  Juan Carlos Martín Ramos