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lunes, 15 de abril de 2019

"LOS TÍTERES DE MI ABUELA", un texto de JUAN CARLOS MARTÍN RAMOS que nos introduce no marabilloso mundo dos monicreques






A literatura, cando se respira dende o humanismo, produce unha morea de momentos e situacións que paga a pena vivir.
     
     Os que seguides este blog-revista dende hai tempo, sabedes de sobra o que para min significa Juan Carlos Martín Ramos, tanto a nivel persoal coma poético. Un irmán na poesía e un discurso poético, o seu, dunha calidade extraordinaria tanto na forma coma no contido dos seus versos.
Juan Carlos Martín Ramos

     Únennos moitas cousas -acabamos de escribir un libro de poesía en conxunto que verá a luz nuns poucos meses- na vida e na literatura. Lorca, Blas de Otero, Alberti, Paco Ibáñez…e os monicreques. Si. Eu, dende ben pequeño gustaba de facer teatro de monicreques. Gorgorito era o meu héroe de infancia.

     Juan Carlos –na compaña da súa parella, Lurdes López- foi un monicrequeiro que percorreu moitos lugares co seu teatro ao lombo. Unha época moi particular que, cada vez que a lembran, un brillo especial asoma nos ollos de ambos.

    
Non é de estrañar que Juan Carlos Martín Ramos escribise un fermoso libro co que gañou o prestixioso Premio Orihuela de Poesía Infantil: Mundinovi, editado por Kalandraka editorial. Un canto extraordinario a ese mundo fabuloso dos monicrequeiros que Juan e Lurdes viviron en primeira persoa.
     
     Ben, pois para deleite de todos os seguidores de Versos e aloumiños, Juan escribiu un texto evocador e, como todo o que el fai, tenro, vivo e emocionante.
     
     Lédeo con atención e gozade da palabra ben escrita e dos sentimentos que posúe. Os sentimentos marcan comportamentos e os sentimentos de Juan Carlos Martín Ramos toman corpo nos seus poemas. E a nós quédanos a satisfacción de poder saborealos en toda a súa extensión.


Juan Carlos, subido a unha oliveira




                           LOS TÍTERES DE MI ABUELA



                                                                                Juan Carlos Martín Ramos


Otra vez los títeres. Y otra vez mi abuela.
Mamá Son, así la llamábamos.
A ella le debo mi amor por los títeres y gran parte de las cosas que he hecho. Y de lo que soy.
Es una de las dos personas fundamentales en mi vida a las que dedico mi libro “Mundinovi”.
También le he dedicado algunos poemas.
Este, por ejemplo, del libro “Buzón de voces”.

HILO DE VOZ

Dime, abuela,
entre todos los hilos
de colores
que guardas,
enmarañados,
en el costurero,
¿cuál es el hilo de tu voz?

Quiero tirar de un extremo,
desenredarlo y hacer
un inmenso ovillo
con todos tus cuentos.

Hace ya algunos años escribí un texto titulado “Los títeres de mi abuela”, del que alguna vez he utilizado algún fragmento para intentar explicar cómo surgió mi pasión por la poesía y por los títeres. Lo rescato íntegro para “Versos e aloumiños”. Aquí os lo dejo.



                         LOS TÍTERES DE MI ABUELA


Mi abuela tenía el pelo blanco y el vestido negro.
A veces se sacaba de la manga un pañuelo de colores, se lo ponía en la cabeza y me guiñaba un ojo.
Mi abuela andaba muy despacio y hablaba sin parar.
Apenas podía caminar alrededor de su silla, pero con el hilo de sus palabras era capaz de tejer una alfombra mágica y viajar a los lugares más lejanos.

Cuando era joven, mi abuela tocaba el piano en el salón de su casa. Un piano que nunca vi, porque hacía más de mucho tiempo que se había desafinado para siempre en mitad de un bombardeo. Y algunos domingos por la mañana montaba un pequeño teatro de títeres en el casino de su pueblo, adonde los niños y las niñas acudían a la carrera cuando salían de misa.
En aquel teatrillo, los cuentos que mi abuela contaba tenían un final diferente al que todos conocían, y en algunas ocasiones salían a escena los extraños personajes de un mundo al revés: el pez que volaba entre las nubes, el gato que perseguía a un perro o el sol que salía por la noche.
En "Espacio Kalandraka"

Mi abuela me contó la historia de algunos títeres legendarios. Recuerdo sobre todo la historia de Chacolí, el héroe de los teatrillos, que manejaba su cachiporra justiciera con gran maestría y generosidad.
También me cantaba en voz baja canciones que debían ser muy antiguas, porque todas eran de antes de quedarse sorda, y de eso hacía ya muchos años.

Desde muy temprano, nada más tomarse su tazón de café con picatostes, mi abuela, sentada en una silla baja con asiento de anea, desenredaba una maraña de hilos, cuerdas, lanas, cables y alambres, y amontonaba en su regazo una inmensa colección de alfileres, muelles, carretes, broches, botones, retales de tela, recortes de cartón, tapones de corcho y restos inservibles de cualquier cosa.
Pero a lo largo del día, como por arte de magia, de entre aquel montón de materiales y objetos tan variopintos acababa surgiendo un muñeco, un títere de guante con piernas, que de pronto se desperezaba, miraba a su alrededor y saludaba a un público imaginario con una graciosa reverencia.
Lurdes, ensaiando na casa

Mi abuela tenía un baúl lleno de personajes de cuento, de animales de fábula, de bufones saltarines y juglares que arrancaban una triste melodía de las cuerdas de hilo de su laúd.
También había una pequeña orquesta vestida de frac que tocaba valses vieneses, una cuadrilla  de toreros con capotillos rojos y un toro que no les hacía caso y jugaba a espantar moscas con el rabo.

Mi personaje favorito era el Lobo Feroz. Tenía una boca muy grande con unos dientes muy grandes, como decía el cuento, pero, además, le colgaba por la espalda una anilla atada a una goma, un mecanismo que naturalmente se había inventado mi abuela.
Su funcionamiento era muy sencillo. Cada vez que el Lobo estaba triste o contento, cada vez que se enfadaba o se asustaba, es decir, cada vez que a mí me daba la gana, tiraba de la anilla y hacía que el Lobo levantase el hocico para aullar.

Ilustración de Pedro Villarejo
A simple vista, aquellos muñecos parecían pequeños peleles que no sabían hacer nada. Pero, cuando les metía la mano por la espalda, normalmente a través de un calcetín viejo, y movía mis dedos, parecía que estaban vivos.
Eran capaces de levantar los brazos, de caminar de un lado a otro, de empuñar una estaca, un lápiz o un plumero, de deshojar una margarita o barrer hojas secas, de saludar a la luna o bailar al compás de la música.
No tenían voz, pero si yo decía alguna frase a la vez que los movía, daba la impresión de que eran ellos los que hablaban.
Aquellos títeres, en realidad, no eran mis juguetes. Eran mis compañeros de juego.
A veces hasta vestíamos igual y parecíamos hermanos, porque mi abuela, cuando el tamaño de la tela lo permitía, primero le hacía el traje a un títere y luego, sin darme explicaciones, me tomaba las medidas para hacerme, con la misma tela, una camisa.
        
Museu da marioneta de Lisboa
Animado por mi abuela, construí un teatrillo de títeres con unas cuantas tablas, la enorme caja de cartón donde llegó a casa el primer frigorífico y un trozo de cortina vieja.
Coloqué la ventana del escenario muy alta. No quería que nadie me viera la cabeza. Pero calculé mal y, cada vez que hacía una representación, tenía que ponerme de puntillas o subirme a un taburete.

Una tarde de verano invité a todos mis amigos a ver la función.
No sabía muy bien qué cuento les iba a contar. Lo que sí tenía claro es que, fuera cual fuera el cuento, el Lobo Feroz saldría a escena y aullaría muchas veces. Así el aplauso final estaría asegurado.

Mi abuela se sentó en primera fila.
De vez en cuando la miraba por un agujero secreto que había hecho para observar, desde dentro del teatrillo, las reacciones del público.
La verdad es que ella, durante la función, no hizo muchos gestos.
Al principio parecía estar pendiente de todo lo que pasaba a su alrededor, pero al poco tiempo ya no se sabía si sus ojos estaban mirando hacia fuera o hacia dentro.

Después de la función, cuando nos quedamos solos, me acerqué a darle un beso y ella  me dijo que lo había hecho muy bien, pero me advirtió que no era necesario que, al final del cuento, el Lobo Feroz aullara tantas veces.