Una de las mejores decisiones que tomé en mi vida, cuando no contaba más que doce años de edad (y ya hace mucho tiempo de eso), fue dejar de jugar al tenis en serio—aunque en serio nunca jugué, todo hay que decirlo, porque no tenía la disciplina necesaria, pero también es cierto que nunca olvidé los rudimentos de ese deporte y sigo jugando hoy en día—y pedirles a mis padres que me inscribieran en la Alliance Française de Vigo para estudiar francés. Y si hice eso, la razón principal fue, además de que no me llevaba muy bien con algunos compañeros del equipo de tenis, la música de Jacques Brel. Había descubierto las canciones de este belga universal gracias a una recopilación que tenía mi padre, Quinze ans d'amour, y pronto sentí la necesidad de comprender lo que decían las letras que estaban acompañadas de aquellas melodías atractivas e inefables, lo que cantaba la voz poliédrica de Brel, que unas veces gritaba con una energía incontrolable y otras veces simplemente susurraba palabras que yo aún no entendía pero que ya me decían algo.
Poco después, en la Alliance, pude ver una vieja cinta de vídeo (en VHS) que contenía un concierto de Brel en vivo en el Olympia parisino—que mi madre, por cierto, ya había visto hacía años, cuando ella misma estudió algo de francés—y entonces ya me encandiló para siempre la puesta en escena de Brel, que más que cantar sus canciones, las interpretaba como si fuesen obras de teatro en miniatura. Porque ver a Brel sobre un escenario es una experiencia única y totalmente diferente a escuchar sus discos. Cuando dramatiza sus composiciones, en medio de una oscuridad total y con una sola luz enfocándolo, les infunde un significado todavía más profundo y urgente. Entonces sí que nos creemos, por ejemplo, lo que le dice al ser amado, cuando le exhorta a que no lo abandone, suplicándole aquello de que quiere ser "la sombra de tu sombra / la sombra de tu mano / la sombra de tu perro" (Ne me quitte pas). O comprendemos sus duras invectivas contra los burgueses, que "son como los cerdos / cuanto más viejos / más estúpidos" (Les bourgeois). O sentimos el dolor del personaje que aguarda por una chica que nunca aparece, y que probablemente sólo existe en su imaginación, pero que sabe que "mañana esperaré por Madeleine" (Madeleine) porque no quiere perder esa absurda esperanza. O simpatizamos con la voz que habla a un borracho y le dice que, pese a que no hay ni una moneda en su bolsillo, "buscaremos un banco / hablaremos de América / ya sabes, adonde iremos / cuando tengamos dinero" (Jef).
Ése es el universo de Brel, un espacio plagado de borrachos, prostitutas, perdedores, románticos trasnochados, etc., una serie de personajes tan bien presentados en los versos de su autor que parecen cobrar vida y acompañarnos más allá de los surcos del disco, que parecen vivir en las expresiones del rostro y del cuerpo entero de Brel, que se convierte en ellos y les da voz sobre el escenario durante los tres o cuatro minutos que dura cada canción. Porque Jacques Brel, alguien lo ha dicho ya (no me pregunten quién, que no tengo mis fuentes aquí a mano mientras escribo estas palabras), es un poeta con una guitarra en bandolera. Él mismo estaría en desacuerdo con tal afirmación, pues no se consideraba poeta y no creía que sus canciones fuesen realmente poemas; él se veía a sí mismo como un cantante de música popular, que lo era también, y uno de los más importantes que cantaron en lengua francesa en el siglo XX. Pero el estatus de poeta no es una autoproclamación; son los demás quienes deben llamarle a uno "poeta" y en el caso del belga podemos hacerlo con total propiedad.
Sin embargo, Brel va más allá de esto, y en momentos todavía tempranos de una carrera intensa que duró aproximadamente unos veinte años, comenzó a interpretar sus canciones, convirtiéndose en un consumado actor cada vez que se subía a un escenario y exprimiendo al máximo las posibilidades dramáticas y emotivas de las letras de sus canciones. Así, cuando Brel canta sobre Zangra, un militar que lleva años esperando aburrido a que llegue el enemigo, pero éste nunca llega, Brel es Zangra, Brel actúa como Zangra, y hace creíbles las palabras de un hombre que, cuando las mujeres le hablan de amor, él sólo habla "de mis caballos" (Zangra). No resulta extraño, por tanto, que Brel se sintiese atraído por el mundo del cine y que hiciese sus pinitos en el Séptimo Arte como actor y como director, con más acierto en algunos casos que en otros. Tampoco es raro que el público respondiese con entusiasmo en sus conciertos, incluso en lugares como el Carnegie Hall, donde quienes iban a verlo no hablaban francés necesariamente, pero sentían la emoción visual y auditiva provocada por la actuación de Brel. Así, compositores como Mort Shuman y cantantes como Scott Walker llegaron a escribir obras basadas en el belga o a cantar canciones suyas traducidas al inglés y a muchas otras lenguas.
Como todo gran artista, Brel tenía también sus contradicciones. En sus canciones criticaba agriamente a la burguesía, pero él procedía de un ambiente burgués (su familia tenía una fábrica de cartones y se halló siempre en una posición acomodada) y vivía su vida privada totalmente inmerso en dicho ambiente. Es decir, al mismo tiempo repudiaba y se sentía atraído por los valores de la burguesía, más o menos como el protagonista de Ces gens-là, que se ve atrapado en convenciones burguesas pero acaba por reconocer que "se hace tarde, señor, y he de volver a mi casa" a seguir adelante con ese mismo tipo de vida que le repugna. Canciones como Les bonbons o Bruxelles ahondan en una temática semejante, poniendo énfasis en lo inamovible y absurdo del modo de vivir burgués. En relación con esto, la infancia es un tema siempre presente en el universo breliano, vista siempre como un lugar idílico que, como toda Arcadia, si alguna vez existió, el protagonista lo ha perdido irremediablemente. Es también un lugar doloroso marcado por las apariencias y la mentira, un lugar donde "yo me convertía en indio / aunque ya estaba seguro / de que mis tíos severos / me habían robado el Far West", una etapa vital dominada por las desilusiones: "Yo quería tomar un tren / que nunca llegué a tomar" (Mon enfance).
En este sentido, parte de las canciones de Brel tienen un cariz autobiográfico, muchas veces comunicado a través de la máscara de algún personaje ficticio que contiene elementos inequívocos del propio autor. Así ocurre, por ejemplo, en La chanson de Jacky o en Au suivant, esta última un comentario muy ácido acerca de la inutilidad de la guerra y los ejércitos, que acaban por hacernos sentir anónimos e insignificantes: "Un día seré un amputado / o una monja o un ahorcado / En fin, una de esas cosas / que no me harán ser nunca más / el siguiente, el siguiente, el siguiente" (Au suivant). Pero, además de estas dimensiones autobiográfica y política, vemos en la obra de Brel una capacidad notable para describir y analizar situaciones amorosas y para retratar diversas facetas de la condición humana. Pocas canciones de amor poseen la fuerza emotiva de Ne me quitte pas, el clásico entre clásicos de su discografía, pero Brel también es capaz de explorar, por ejemplo, el impacto del paso del tiempo y de la rutina en una relación amorosa: "Y cada mueble se acuerda / en este cuarto sin cuna / de las explosiones de las viejas tempestades / Ya nada se parecía a nada / tú habías olvidado el sabor del agua / y yo el de la conquista" (La chanson des vieux amants).
Brel con Gerard Jouannest al piano |
ANTÓN GARCÍA-FERNÁNDEZ