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lunes, 10 de junio de 2013

MI PADRE, EL JAZZ Y YO


Por mucho que me esfuerce, no soy capaz de afirmar con total seguridad cuál es mi primer recuerdo, exactamente cuándo recuerdo ser consciente de estar vivo y formar parte de este mundo. Pero de lo que sí estoy completamente seguro es de que ese recuerdo, cualquiera que sea, tiene que estar ligado de alguna manera a la música o a la literatura, o a ambas. No puede ser de otro modo, pues tuve la gran suerte de crecer en una casa en la que no faltaban libros y discos en las estanterías; más bien al contrario: lo que faltaba era espacio para acomodar una colección en constante crecimiento. No puedo imaginar cómo sería la infancia de alguien en cuya casa no oliese a papel y a tinta y no se escuchasen melodías de diverso tipo en todo momento, y sé que mi hermana Noa tampoco puede, pues nuestra infancia y adolescencia estuvo siempre llena de palabras y de notas musicales. Y lo mejor de todo es que mis padres nunca nos forzaron ni a leer ni a escuchar un determinado tipo de música. También en eso tuvimos suerte, pues siempre que queríamos un libro—si era uno que no nos estaba leyendo nuestra madre para entretenernos mientras cenábamos en la cocina—no teníamos más que subirnos a cualquier silla y elegir uno entre los millares que poblaban (y pueblan aún) las estanterías.

Con la música ocurría algo parecido: a todas horas giraban discos de todos los estilos en el tocadiscos de la sala de estar, desde Bob Dylan, Paco Ibáñez y los Beatles hasta Beethoven, Mozart o Vivaldi, y Noa y yo los escuchábamos todos, sin discriminación de estilos o épocas. Cuando nos hicimos un poco mayores, uno de los primeros regalos que recibimos fue un equipo de música, que en un principio tuvimos que compartir durante un par de años, hasta que entró en casa un segundo equipo. Desde entonces, Noa y yo comenzamos a construir nuestras propias discotecas personales, guiados únicamente por nuestros propios gustos y con la siempre generosa ayuda de nuestros padres, que nunca nos impusieron la compra de ningún LP o ningún CD en particular. También en esto fuimos afortunados, pues como en el caso de la literatura, nos fue posible explorar nuestros propios caminos.Ellos, además, siempre se implicaron en la música que nos gustaba y se hicieron cómplices de nuestros gustos con enorme respeto, curiosidad y cariño.

Y digo todo esto porque mi padre me ha pedido que escriba un artículo para el blog sobre música, algo que siempre suscita en mí un enorme interés. Pero como ya he hablado de la música en relación con la obra de Antonio García Teijeiro en otro lugar, en esta ocasión me centraré en un estilo que me une de una manera especial con mi padre: el jazz. Aquí la niebla se disipa y el recuerdo es cristalino y el nombre de la colección por fascículos que encendió en mí la llama jazzística, a través del entusiasmo de mi padre, se llama JazzTime. Las entregas (creo que semanales) incluían un fascículo y, lo que era todavía más importante, un CD monográfico dedicado a un músico en particular. Por la colección desfilaron nombres para mí todavía desconocidos entonces, desde Miles Davis a John Coltrane pasando por Duke Ellington o Bill Evans. En las portadas dominaban el negro, el blanco y el rojo, con una pequeña fotografía del jazzman en cuestión y su nombre en letras grandes blancas. Ése fue el germen del interés de mi padre por el jazz, y ahí nació también, poco a poco, mi propia pasión por esa música, que se iría alimentando con la escucha de diversos discos que mi padre fue adquiriendo poco después, como una recopilación de Benny Goodman titulada 16 Most Requested Songs o el volumen dedicado a Bill Evans en la serie Jazz Masters de Verve. Por no mencionar la excelente colección, también por fascículos, de discos del sello Blue Note que salió a la venta poco después y que nos descubrió a tantas y tantas figuras del jazz.


En definitiva, el jazz se sumó a las muchas otras cosas (el deporte, la literatura, el cine) que a lo largo de los años han ido creando unos lazos afectivos inexpugnables entre mi padre y yo. Y dichos lazos continúan estrechándose día a día. Ahora que he hecho de Estados Unidos mi hogar, no pasa una semana sin que Erin, mi mujer, y yo hablemos a través de Skype con mis padres. Las nuevas tecnologías hacen las distancias mucho más cortas, pero son las palabras, el sonido de las voces, las imágenes de los rostros en las pantallas lo que realmente hace que por unos momentos se olviden los kilómetros y las millas. Y a lo largo de todas esas conversaciones emerge aquí y allí el jazz. Y mi padre y yo hablamos de los últimos discos de jazz que hemos añadido a nuestras estanterías, de aquéllos que suenan en las bandejas de nuestros lectores de CD, de aquéllos que todavía no tenemos y que debemos conseguir, de la diferencia de precios entre América y Europa... 

Intercambiamos impresiones e intercambiamos discos, que yo le consigo aquí y él me consigue allí, y nuestras conversaciones van de un jazzman a otro y de un CD a otro como un solo de Charlie Parker cambia de una escala mayor a una menor. Y entre nuestras palabras asoma el piano de Duke Ellington en sus diálogos musicales con Billy Strayhorn, la melancolía de las baladas que brotan de la trompeta de Chet Baker o la desolación vital que tiñe las notas interpretadas por la voz de Billie Holiday, acompañada por el saxo de Lester Young. Y, por supuesto, aparece también Ben Webster, uno de nuestros jazzmen favoritos, un músico que respira a través de su saxofón y que destila sensualidad en cada nota que sale de su instrumento. Un hombre de pocas palabras, poco dado a reflexiones filosóficas, que habla por medio de su música, y que en su último concierto, en tierras holandesas, dijo lacónicamente al público congregado en la sala de conciertos: "Sois jóvenes y acabáis de llegar; yo soy viejo y estoy a punto de irme, así que divertíos mientras podáis". Unos días después, Ben Webster había abandonado este mundo, dejando tras de sí una estela musical imborrable.

Esta estela musical, la estela del jazz, forma parte también de la obra poética de mi padre, tan ligada a la música como al mar y a la naturaleza. La escuchamos en muchos de sus poemas expresamente dedicados a algún músico de jazz, pero se adivina también en su método de escritura: Antonio juega con las palabras, las combina, las reinventa de una manera semejante a cómo un jazzman juega con las notas, las combina y reinventa melodías. Hasta cierto punto, en el acto de escribir, Antonio improvisa como Ben Webster, buscando siempre diferentes caminos para llegar a un punto final que no siempre sabe exactamente dónde está o cómo llegar hasta él. Yo creo que esto es así porque en muchas ocasiones el jazz, junto con el blues o la música clásica, constituye la banda sonora que es testigo de la creación de sus libros. Siempre que pongo un disco de jazz en mi casa—y escucho muchos todos los días—me pasa lo mismo que cuando escucho una canción de Bob Dylan: no puedo evitar pensar en mi padre y en todas las veladas que, siempre que nos es posible, pasamos escuchando y comentando discos de jazz y de otros estilos. En eso también me siento afortunado, pues tengo a alguien con quien compartir mi pasión por el jazz y la música en general.

ANTÓN GARCÍA-FERNÁNDEZ.

Y, como coda final, veamos y escuchemos una versión en directo de "Chelsea Bridge", una de las más bellas melodías compuestas por Billy Strayhorn, con el gran Ben Webster al saxo.